Recuerdo —Paso del Norte—

¿Qué fue real y qué fue mentira? ¿Qué fue lo que viví y qué fue lo que me contaron? Ya ni siquiera lo sé con seguridad. Así sucede cuando evocas los recuerdos, las líneas de la ficción y la verdad ya no se distinguen.

Mi agradecimiento a la Señorita Jurídico por su apoyo incondicional.

Dedicada con todo cariño a mi querido compadrito, carnalito, cómplice y amigo Beto-chan (gracias por el collage de imágenes que acompañan esta historia, me hacen sentir tan profesional. Y también gracias a esos fotógrafos que las tomaron y las han compartido en la Internet).


“¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.
Calderón de la Barca, La Vida es Sueño

“El mundo acepta las experiencias peligrosas en el terreno del arte porque no toma el arte en serio, pero en la vida real las condena”.
Jean Cocteau, El Libro Blanco

“¿Por qué volvéis a la memoria mía,
Tristes recuerdos del placer perdido,
A aumentar la ansiedad y la agonía
De este desierto corazón herido?”
José de Espronceda, Canto a Teresa



Parte 1. REGRESO Memorias Olvidadas

Hace más de trece años que no tengo contacto con mi familia, los últimos los había pasado alejado de ellos y fuera del país. Mi padre menospreciaba la enseñanza que pudiera obtener en mi tierra de origen, y procuró darme una selectiva educación en el extranjero. Estaba acostumbrado a esa vida foránea, cuando él me incitó a volver. Decía que era mi deber con la familia, pero me percibía ajeno a tal obligación. No era extraño que yo no sintiera la misma pena que él y que todos los demás; aunque el difunto fuera mi abuelo, no podía adjudicarle sentimientos que no le tenía, si regresaba era por simple compromiso, quizás simple curiosidad.
Ya llevamos más de cuatro horas de viaje sobre la carretera, sin contar las del avión. El trayecto era aburrido y mi padre nunca fue un hombre de larga conversación, si cruzábamos más de diez palabras por hora, eran muchas.
A partir de las doce del día, el sol brilló con una soberbia intensidad. Los labios se me resecaban por una enrarecida emoción sazonada con alegría y tristeza. Mi padre me dijo que todavía nos restaban dos horas más de camino para llegar a nuestro destino. Un lugar sin código postal que no aparecía en las búsquedas de Google Maps; perdido entre los confines de Durango, Zacatecas y Coahuila; de ahí provenía la familia. El abuelo había puesto el nombre del pueblo en las bocas de algunas gentes, gracias al empeño de fundar una empresa lechera que ostentara el apellido Duarte.
La ciudad me despidió con sus construcciones de asfalto y metal, y un recorrido árido me recibía con los brazos abiertos; después un aire estival calmó la ira del sol y el polvo en mi cuerpo, o quizás sólo me acostumbré al nuevo clima. La carretera lentamente se perdía entre las inmensas polvaredas. Supe que el largo recorrido, desde Ontario hasta Santo Toribio del Esplendor, estaba por terminar al vislumbrar aquel letrero mal hecho con la leyenda “Paso del Norte”.
El denominativo del pueblo era una burla, pues nadie tenía la más remota idea de quién era el patrono del lugar ni de dónde salía su esplendor. Todo seguía igual, tal como lo recordaba: las casas de viejo ladrillo de adobe y tejas carmesí, las calles labradas por el andar diario de los transeúntes y con apelativos adjudicados al residente más conocido de ellas. Paramos en una tienda de abarrotes “El capricho”, administrada por don Nabor, un amable anciano que inmediatamente dio el pésame a mi padre.
Seguimos el camino hacia la casa, y recordé cuánto me entusiasmaba visitar al abuelo y sus vacas, me repegaba al vidrio para adueñarme del paisaje durante mi arribo y abría la puerta para salir corriendo a los brazos de mi tía Constanza. Aunque mi ánimo era desganado, no negaré la rara emoción que me embargó al cruzar el portón. Y ahí estaba mi tía, tan propia y correcta, con sus faldones y el cabello recogido, las manos cruzadas al frente y sobre su regazo, con una mermada sonrisa. En instinto, abrí la puerta en cuanto el motor del transporte se apagó. Rápidamente me puse en pie, no sé si por pretérita tradición o por la sencilla ansia de no permanecer más tiempo sentado.
Alcé la mirada y todo estaba casi idéntico, la casa, las plantas, los muebles y hasta los escombros en las esquinas del patio. ¿Dónde estaba la fortuna del abuelo? Me cuestioné, ¿seguía viviendo en la miseria? Imposible, ¿dónde habían quedado las vacas y dónde estaba levantada la majestuosa fábrica láctea? Sólo el olor a estiércol permanecía en el ambiente. Quizás el tiempo se había olvidado de avanzar en este rincón del mundo, sin embargo, las arrugas en la faz de mi tía Constanza indicaron lo contrario.
—¡Mi muchachito lindo! —Me dijo entre sollozos de regocijo— ¡mírate nada más! Ya no eres ese chamaquito que venía dando de brincos a abrazarme. Ahora eres todo un hombre, tan apuesto y galante. De seguro tienes hartas novias, tu papa en su momento tenía su pegue. Pero lo superastes. Eres mejor partido, guapo y con estudios; serías el sueño de cualquier chamaca de por aquí. ¡Ay, mi muchachito lindo! ¡Mi Betito cuánto te extrañé!
Después de una oleada de cumplidos y mimos exagerados, mi tía saludó a mi padre y con él acabó por descomponerse. Le contó a detalles los últimos instantes del abuelo y algunos pormenores sobre el sepelio. Nada de eso me interesaba, y exploré los alrededores con la mirada; metí las manos a las bolsas del pantalón cuando escuché un nombre que, sin quererlo yo, llamó mi atención. “Neto”.
—Pos yo le hablé a él, porque ninguno de los otros muchachos me cogía el teléfono, además de que pus aquí todavía falla la señal de los aparatos. Dicen que el próximo año ya van a meter el alambrado especial pa’ eso. Si no fuera por el que mandó poner Cayetano estaríamos pior. Él y Neto son los que han andado movidos pa’ solucionar todo esto de mi papa. Ya la funeraria recogió el cuerpo. Fíjate que los muy móndrigos no querían venir hasta acá por él, Cayetano tuvo que darles más dinero. Ahorita Neto le fue a llevar el acta de nacimiento de mi papa quesque porque la necesitaban pa’ un trámite. Si ya está con Dios padre en el cielo, pa’ que su acta de nacimiento, ¿a ver dime pa’ qué? El mundo se está yendo al hoyo; ya no hay amor por el prójimo, ni respeto por el dolor ajeno.
El discurso de la tía Constanza me abrumó porque permutaba entre la pesadumbre y el chisme. No podía disimular mucho mi enfado y creí que duraría horas hablando. Afortunadamente, una nube de humo y el ruido de otro automóvil acercándose, interrumpieron su perorata.
—Debe ser Neto o Cayetano, o alguno de los muchachos —dijo la tía alzando la vista. Caminó hasta el portón y tras unos minutos, regresó acompañada de un hombre moreno y entrado en los cuarenta, cabello negro y medio quebrado, complexión ancha y extremidades fuertes. Sentí la misma ansiedad de hace unos instantes atrás. ¿Era Neto?, ¿volveríamos a reencontrarnos después de años? Saqué las manos del pantalón y crucé los brazos para disfrazar mi ansiedad. Pero conforme el hombre se acercó, descubrí que no se trataba de Neto.
—¡Tío Claudio! —Exclamó con jovialidad, no sólo dándole la mano, sino abrazándolo también— tanto tiempo sin verlo, ¡qué gusto! Y tú debes ser Betito —declaró dirigiéndose a mí— bueno, Beto verdá, porque ya estás bien crecidito.
Me abrazó con igual familiaridad que a mi padre. Ese rostro y ese encantador carácter correspondían a una sola persona en mis recuerdos, se trataba de mi primo Gonzalo, al que todos llamaban “Gonzo”. Era el mayor de los cinco hijos de mi tío Clementino, el primogénito del abuelo. A sus diecisiete años ya tenía la fama de garañón y semental, decían que había estado con la mayoría de las mujeres del pueblo. Cuando yo era un niño lo consideraba guapo, pero ahora atribuía mi admiración a su afable personalidad, pues tenía la capacidad de caerle bien a cualquiera desde el primer momento de conocerlo. A los veintiuno se casó con una mujer poco agraciada, la llenó de hijos; y a los veintitrés se fue de ilegal a los Estados Unidos, huyendo de su fracaso. Después de años, igual que yo, regresó con la idea de resarcir sus errores.
Respondí a su abrazo dándole unas palmadas en la ancha espalda y con ligera sonrisa musité unas cuantas palabras de cortesía. Sin embargo, mi cuerpo reaccionó distinto a mi voluntad, él no parecía tan indiferente a su tacto, al contrario, una exaltación se apoderó de mí causándome una repentina tensión.
—¿Ya no te acuerdas cuando te llevaba a chiflarle a las mamacitas? Bueno, estabas bien chamaco ¿verdá? No pos ya no te has de acordar, ¿ya cuántos años tienes?
Y le dije que veintiocho.
—Pos nomás fíjate, tenías tres, has la cuenta. Éramos amiguitos, íbamos pa’ todos lados juntos, hasta al baño —y se rio.
Intenté mantener mi sonrisa, mientras lidiaba con una vorágine de memorias que deseaba esparramarse por mi cabeza. No sé el motivo de mi resistencia, pero no quería hacer evocaciones, sólo tenía una cosa en la mente desde que había escuchado aquel nombre, y era verlo a él, rencontrarme con Neto.
Mi tía Constanza sacó unas sillas de madera que acomodó bajo un tejaban en uno de los extremos del patio que servía para guarecerse del sol. Gonzo había capturado la completa atención de sus dos tíos con su alborozada habla. Tras una larga conversación, mi padre no tardó en alardear sobre mí, sobre mi magnífica educación, las ofertas de trabajo y el éxito con las mujeres.
—Pos eso ya viene de familia tío —dijo Gonzo entre risas, y viéndome de reojo—. Mi papa era ansina, y pos qué le puedo decir, asté ya nos conoce, por algo es mi padrino.
Entonces por mi cabeza fluyó una inusual escena del pasado, extravagante y sin razón. Gonzo estaba dentro de una enorme tina de metal; el agua caía, chorreaba; se resbalaba por su piel tostada, mojando todo su cuerpo, haciéndolo brillar al rayo de sol. Recordé que luego de un partido de fútbol callejero, los días sábado, al mediodía, él gustaba de bañarse. Y no sé por qué yo disfrutaba sobremanera presenciar aquel espectáculo acuático; y lo más insólito, que él se complaciera en dármelo. La mente jugaba conmigo, no quise ahondar más, e hice a un lado tal inquietud. La ignoré.
Además no tuve otra elección porque el tío Clementino, el padre de éste, llegó a saludarnos; e hizo lo mismo que su hijo, pero su abrazo me causó lo opuesto; despedía un desagradable olor a suciedad rancia y añeja, sus ropas estaban amarillentas y viejas, además de cargar con una desmedida gordura. Jamás pude creer que aquel hombre fuera considerado, en sus años de juventud, un conquistador. Pese a que se le imputaban muchas querellas extramaritales y una descendencia bastarda, no había prueba fotográfica de su atractivo que lo rectificara.
—¿Y qué es de ti muchacho? ¿Cómo dices que te llamas?
Su pregunta me molestó un poco, pero le contesté.
—¡Alberto, es cierto! El mentado Betito, ese que le hacían cualquier cosa y chillaba como vieja. No, pos ya me acordé de ti, es que casi no vienes, ¿desprecias a los pobres o qué chingaos?
Y antes de poder responderle.
—No te creas, es broma. Si me acuerdo de ti, hasta me decías papa, verdá Constanza. Pos como andabas con estos chamacos, los oías y también querías que juera tu papa. Nomás que luego Claudio se enojaba, verdá Constanza, como que le daban celos.
Esperaba mi réplica, pero ante mi silencio y mi exacerbada sonrisa, él prosiguió.
—¿Y qué, ya te casaste o qué chingaos?
Mi padre respondió por mí con una negativa.
—¿Pos qué esperas cabrón? Ya estás guevudo y más que listo pa’ tener tu mujer. No me vayas a salir con esas chingaderas de que te gusta la del burro y esas pendejadas de maricones, porque luego tanta escuela les afecta el cerebro y se hacen mensos en vez de inteligentes. Pero no te preocupes, te voy a presentar unas cuantas muchachas pa’ que escojas la que más te guste.
La tía Constanza frenó la habladuría del tío Clementino. —No si contigo no hay remedio. Él conociendo tanta muchacha bonita, pura rubia, ¿crees que va querer una maleducada corrientona de aquí? Él no ha venido a conseguir mujer, vino a darle la despedida a mi papa.
Y entraron en un ridículo debate que ignoré por completo. Consideré finalizada la discusión cuando la tía Constanza nos invitó a comer. —¿No pos qué les vas a dar? —rebatió el tío Clementino— con tantas cosas que han probado allá en el gabacho, ¿tú crees mensa que van a querer frijoles? Les hubieras matado un puerco, o de plano, hecho un molito. ¡De puro milagro hablan el español!
Y volvieron al debate, esta vez uniéndoseles mi padre. Aunque verlo ponerse a la par con ellos, me provocó una autentica y ligera sonrisa, una que Gonzo percibió de inmediato. —Pos hay cosas que nunca cambian ¿verdá? —me dijo en tono bajo. Yo mantuve mi sonrisa y asentí. Nuevamente otro automóvil interrumpió el alegato con su estruendoso motor—. ¡Es mi tío Caye!
El grito de Gonzo había alertado a los otros. Presto, los nervios regresaron a mí. El corazón me palpitaba acelerado, no podía entender mi actitud frente a la situación de reencontrarme con cualquier indicio de él. Era únicamente su padre, y tal vez ni venía con él. Y fue así, el tío Cayetano llegó solo. Sin decir mayor palabra, abrazó a mi padre para soltarse a llorar, y de verlos la tía Constanza y el tío Clementino también sollozaron, hasta Gonzo. Me sentí tan ajeno a su emoción, que me dio vergüenza y me tallé los ojos, a ver si así me producía una sensación doliente. El tío Cayetano se limpió las lágrimas y los demás imitaron su gesto. Después, formalmente nos saludó a mi padre y a mí. Lo recordaba más alegre y dicharachero, pero suponía su falta de ánimo a la tragedia.
Entonces conocí el desenlace del imperio lechero. El tío Clementino era un irresponsable y mujeriego, la tía Costanza una solterona frustrada; el tío Cayetano un voluntarioso y aferrado, igual a su padre, había seguido su instinto y había levantado una empresa de construcción y bienes raíces; mi padre un ambicioso e inconforme, que había huido del lugar buscando tener una vida mejor. Ninguno de los hijos había tenido la entereza de sufragar el sueño del progenitor, y no tardó en perecer por falta de apoyo y convicción.
—Nunca me perdonó —declaró el tío Cayetano—, hasta el último momento me lo echó en cara. “Si todo se fue a la chingada, fue por tu culpa” me dijo. Pero él no lo entendió, yo no quería pasar la vida ordeñando vacas y oliendo a estiércol. Yo ya tenía muy clara mi visión de la vida, tendría que estar orgulloso de mí. Jamás entendí su molestia.
—Don Carmen era un hombre recio y orgulloso —expresó mi padre—, su molestia no era contigo, sino con él mismo. Tú pronto conseguiste lo que él en toda su vida no logró. Porque si su enfado era motivado por el abandono, por todos debió sentir desprecio.
—¿Y a mí por qué chingaos me iba a tener coraje? —replicó el tío Clementino— si jamás renegué o me avergoncé de él. Yo y Constanza somos los únicos que permanecimos a su lado, los que nos conformamos con lo que nos daba. Tú y Cayetano siempre fueron muy creiditos y alzaditos.
—¡Ahí vamos! El burro por delante —musitó mi padre, dando inicio a una nueva discusión sin sentido, que sólo servía para remarcar el enorme resentimiento latente entre la hermandad—. Permaneciste a su lado por parásito, para seguir viviendo de él. Incluso se volvió el padre de tus hijos. Si no tenías aspiraciones en la vida, no es mi culpa pedazo de inepto.
Gonzo rápido se interpuso entre su padre y el mío para evitar una lucha, que estaba por salirse de las palabras. La tía Constanza les recordó que el abuelo estaría contento con la reunión familiar, aunque éste se hubiese suscitado a partir de su tragedia. Y todos, influenciados por un extraño remordimiento, dejaron las rencillas a un lado para darle la despedida al abuelo.
La funeraria traería el féretro a las ocho de la noche, y la gente comenzó a llegar desde las siete. El tío Cayetano había mandado a traer charolas repletas de pan dulce y la tía Constanza guiaba la preparación del café en enormes ollas, los cuales repartirían durante el velorio. Mi padre y yo ya no pudimos probar alimento, por lo que la tía Constanza nos trajo una taza de café y un pan para aminorar la espera. Mientras me servía la bebida, me habló sobre una situación que ni siquiera había notado.
—Beto, debes dispensar a estas chamacas, no están acostumbradas a ver muchachos tan guapos como tú. Es que los varones Duarte siempre han tenido mejor pinta que las mujeres, mucho pegue, y eso tal vez los haga medio brutos; porque en esta generación nomás no hay esperanza. Gonzo y esa mujer fea y corriente, estoy bien segura que algo le dio pa’ embrujarlo. Varo arrejuntado con esa otra que me da más pena que coraje, si vieras cómo la trata, pior que a un perro. Y Licho, ¡ay hijo de mi vida!, se juntó con una mujer ya bien pasadita de edá, la gente rumora que le dio su buen dinero pa’ que le hiciera el favor. De tus primas, mejor ni te digo.
Y así me puso al tanto de la vida de los demás. No estaba aburrido con el tema, el morbo quizás me mantenía atento, pero ella se dio cuenta de su imprudencia.
—Lo siento mi muchachito, soy una tonta por agobiarte con esas cosas; pero bueno, sólo quería que tanta mirada sobre ti no te incomodara mi vida. Tú y Neto son las excepciones, ustedes aún son mi orgullo y esperanza. Él halló una buena mujer y tú también lo harás, estoy segura. Así que ignora a estas maleducadas, no se dan a respetar ni porque están velando un muerto. Ven lo bueno y se les antoja, pero tú no estás tarugo pa’ fijarte en liendrosas.
La tranquilicé diciéndole la verdad, no había prestado atención a las personas congregadas; ella no sabía que yo esperaba la llegada de alguien más, creyó que al abuelo y me palmeó levemente la espalda sonriéndome con ternura. Me tenía tan idealizado que me hizo sentir una rara pesadumbre. Viré mi rostro para sacudirme tal emoción y me vi reproducido en varias de las pupilas de los asistentes. Me asqueó tal adoración, me percibí como un espécimen extraño. Había cambiado tanto desde mi pasada visita, ¿qué pudo ocurrirme en trece años de ausencia?
Mi aspecto había mutado, pero sólo era el efecto de la adultez. El cabello ondulado y negro, nada especial. Mi cara y sus facciones finas, tampoco nada fuera de lo común. Admito que en los últimos años, el cuerpo lo embarnecí con pequeñas dosis de ejercicio. ¿La voz gruesa? Muchos en la familia la tienen, ¿los ojos claros? Neto y Gonzo también los tenían amielados, ¿el tono más blanco de mi piel? Quizás; pero los otros tenían el mismo color, sólo que mancillado por el rayo del sol. Mi tía Constanza era de piel más clara. ¿Mi altura? Neto y mi tío Clementino eran altos. ¿Mi educación y vida en el extranjero? Tal vez eso era lo que sublimaba mi figura.
Si quería, podía desvanecer a cualquier de mis admiradoras con una coqueta y fugaz mirada. Podría divertirme y aligerar la espera. Me puse de pie, me acomodé el saco, metí las manos a las bolsas del pantalón, y caminé ostentosamente por el lugar. No lo negaré, saberme igual a una estrella del cine me complacía sobremanera. Sin embargo, tal juego me fastidió, y regresé a recluirme en un rincón para eludir los efectos de mi actitud. No toleraba más la espera, estaba ansioso por reencontrarme con Neto. Pero, por qué ese insólito y pronto deseo. Tendría que recurrir a evocar memorias ocultas para averiguarlo. De nuevo rehuí de ellas.
El murmullo se transformó en alaridos y llanto. Supe que el abuelo finalmente había arribado. La carroza fúnebre cruzó el portón, y en el tejaban donde estuvimos conversando durante la tarde, dispusieron toda la parafernalia para colocar el féretro café oscuro, entre las cuatro velas y las flores, frente a una cruz que iluminaba con colores mortecinos. Mi tía Constanza se echó a llora igual que una magdalena, mis demás tíos y mi padre permanecían a un costado del ataúd. No tardaron en iniciar los rezos y los sollozos. El tiempo corría y yo sabía, tendría que acercarme a la caja y contemplar al muerto, pero temía no sentir un dolor tan profundo como el de los demás. No tendría más opción que fingir.
Me aproximé lentamente, lo más que pude, y a través del cristal observé la facción cansada y envejecida de un hombre con barba espesa. Los de la funeraria lo habían maquillado un poco, pero no habían hecho mucho —ni la ropa le cambiaron —me susurró mi tía Constanza entre lágrimas. Y la pena en su rostro, en la de mi tío Cayetano y en la de mi papá, provocó que intentos de lágrimas asomaran por el rabillo de mis ojos. Me limpié el repentino llanto y cuestioné a mi tía si había algún lugar disponible para recostarme unos minutos, pues me sentía un tanto cansado y perturbado.
—Sí mi muchachito lindo, ¿te acuerdas de dondenantes hacia las tortillas?
Y se dio cuenta de mi falta de memoria.
—Si no, no te preocupes, yo te llevo, vente —y caminamos derecho, cruzando el patio.
Conforme nos alejábamos, las lumbreras que servían de lámparas, se difuminaban en la oscuridad nocturna. El fulgor de la blanca luna nos iluminó hasta llegar a un cuarto de unos tres metros por otros tres.
—Es el cuartito donde te quedabas con Varo y Licho. Lo limpié bien hoy en la mañana, las camas están limpias, hay una pa’ ti y otra pa’ tu papa —dijo mi tía abriendo la puerta.
Unos ronquidos provenientes del interior, nos alertaron de ciertas presencias. La tía Constanza buscaba un foco que a falta de interruptor, enroscaban y desenroscaban del zoquete, pero éste estaba roto, pues alguien lo había estropeado al darle un portazo. Ella se enfadó y reconoció al tío Clementino acostado bocabajo sobre una de las camas, roncando igual al zumbido de una abeja amplificado mil veces. La otra cama también estaba ocupada, pero mi tía y yo no alcanzamos a distinguir quién era.
—Estos meches ya se vinieron a echar aquí. Debe ser Gonzo, siempre siguiendo el ejemplo de su papa. Pero ahoritita mismo los corro, ¡posestos! ¡Voy a traer agua helada!
Puse mi mano sobre el hombro de mi tía para calmar su molestia, le mencioné que no tenía mayor problema, compartiría la cama con uno de ellos, porque la verdad, sólo deseaba recostarme, no me importaba hacerlo sobre el mismo suelo, únicamente necesitaba hacerlo por algunos unos minutos.
—No chamaco, ¿cómo crees? Estos confianzudos pueden irse a dormir a sus casas. Andas cansado por el viaje y estos dando semejantes resuellos de borracho. Alguien como tú debe estar acostumbrado a…
Y ahí venía de nuevo la distinción que tanto me hartaba. Aunque el ruido de mi tío y su olor me enfadaban, por capricho y por darle la contraria a mi tía, me aferré a quedarme con uno de los dos. Al fin y al cabo compartíamos las camas cuando venía de vacaciones, y mi tío Clementino es casi como mi papá, le expresé. Y ella, tras una melancólica sonrisa, desistió de sacarlos a ellos o llevarme a otro lado para descansar.
—Tágueno pues. Pero si no estás cómodo me dices y te llevo a mi cuarto, ahí si podrás descansar.
Le agradecí sus atenciones y cerré la puerta de apolillada madera. Apenas podía caminar entre la oscuridad de la habitación. Se escuchaban los rezos mezclados con el cantar de los grillos y los ronquidos de los otros dos. De ninguna manera iba a recostarme con el tío. Así que me dirigí a donde supuestamente dormía Gonzo.
Aunque estuviera bocarriba, la escasa luz que se trasminaba por el filo de la puerta no me permitía recrear su imagen. Entonces me acerqué más a él, y un olor a alcohol me hizo sospechar de su identidad. Movido por la curiosidad, seguí hasta posar mis manos sobre su cara. Despacio recorrí las facciones que la conformaban, pero ninguna coincidía con el retrato que mi cabeza había guardado de él en la tarde.
La piel era minúsculamente áspera y con algunos vestigios de las batallas contra el acné y la varicela. Las cejas magras y cortas coronaban unos ojos pequeños, que centraban una nariz aguileña. Debajo había un bigote enmarcando el derredor del labio superior, la boca era fina y larga; aunque el bigote era pronunciado, la barba sobre las mejillas y el mentón apenas era de hace unos días. Bajé por el cuello sintiendo la manzana de Adán y me hallé palpando una vestimenta distinta a la de mi recuerdo. Los nervios me hicieron presa y las manos me temblaron al instante.
¿Quién era ese sujeto que dormía? ¿Acaso era...? Me asusté y quité mis manos de él, las apreté entre ellas mismas y me alejé de inmediato encaminándome a la puerta. Iba a escupir el corazón de tanto palpitar, y la cabeza me giraba igual a las figuras de un caleidoscopio. Tan sólo de imaginarme quién era el dormido, me provocaba una alteración inaudita.
El hombre, que ya no era Gonzo, pero que quizás podría ser aquél, exhaló un suspiró que confirmaba la pesadez de su sueño. Con esta seguridad volví a él, adivinándolo entre aquella negrura. Añoré poseer la mirada de las criaturas de la noche para develar el misterio más rápido. Quizás con sacar el celular de la bolsa, y alumbrar con la pantalla el sitio, también podría resolverlo. Pero he de aceptar que la situación, tal y como estaba, me provocaba un extravagante placer.
Primero, respiré profundamente para tranquilizarme antes de retomar mi inspección manual. Me senté sobre la orilla de la cama, queriendo revivir una memoria perdida. Sin embargo, mi éxtasis no fue suficiente para permitirme traer alguna. Mucho tiempo habían permanecido sin paradero. Sabía que seguían dentro, muy dentro de mí; mas no quería traerlas únicamente por una absurda complacencia.
Luego le descrucé las manos que descansaban sobre su abdomen, las tenía callosas y rasposas, para dejarlas a sus costados. Puse mi mano sobre él, percibiendo su respiración ensanchando su pecho. Por un demente apetito quise sentirlo más allá de su atavío, y comencé a desabotonarle la chamarra de mezclilla que lo abrigaba; de vuelta lo toqué. Pero no fue suficiente para satisfacer mi deseo. Mi afán me hizo repetir el acto anterior con su camisa. Aguzado con mi sentido del tacto, deje que mis dedos hicieran un retrato hablado de su cuerpo. Su pecho todavía estaba vigoroso; sus diminutos pezones se pusieron duros de inmediato, no sé si motivados por mi toqueteo o por el frío nocturno. Su estómago estaba firme pero algo abultado, supongo que era consecuencia de su vida de casado. A todos de algún modo los transforma el matrimonio. Eso explicaría el nuevo gusto por la bebida. Aún así, acerqué mi nariz y aspiré el aroma de su cuerpo hasta embriagarme como él lo estaba. Iba y venía por su torso, rosándolo o propinándole algunos besos lascivos de vez en cuando. Sin embargo, todavía no estaba seguro de que se tratara de Neto.
¿Era o no era? La confirmación podría estar más abajo, pensé.
¡Qué estúpido! Si los demás pudieran observarme ahora, me tendrían pánico, en lugar de admiración.  Mi desmedida y rebuscada obsesión me estaba orillando a cometer acciones vandálicas y de alevosía. Ya era demasiado tarde para arrepentimientos. Fui directo al cinturón de garbosa hebilla, lo hice ceder como también hice con el botón del pantalón, deslicé el cierre hacia abajo y por unos segundos me quedé inmóvil. Sólo escuchaba el acelerado ritmo de mi corazón y la sangre agolpándose en mis venas.
Con una torpe lentitud le abrí el pantalón para poner mi mano arriba de su calzoncillo. Sentí su miembro, adormecido igual que el dueño. Mi mente me mandaba fugaces destellos de un ayer que no pude comprender. Esa intimidad me pareció tan conocida que despertó en mí un impulsivo deseo, quise animar su sexo como a mi memoria, para que ambos se levantaran de su letargo. Así que comencé a frotarlo deseando liberar a un genio que estaba atrapado dentro de su botella. El hombre dio un tenue suspiro y percibí un leve aumento bajo la palma de mi mano. Empecé a darle ligeros apretones para estimular más rápido su crecimiento. Y efectivamente, no dilató en acrecentar el tamaño. Conforme apresuraba y combinaba los movimientos, el otro se inflaba como la masa que se fermenta con levadura. Su respiración se oía más agitada, no tanto como lo estaba la mía. Envalentonado y ansioso, metí la mano dentro de su calzoncillo sin otra justificación más que la de un lascivo contacto. Y percibí una escasez de vello que me regresó un poco de cordura. Volví al torso y al pecho, percatándome del predominio de esta peculiaridad. Si algo caracterizaba a Neto era su abundancia en vellos. Este sujeto no era Neto. ¡Dios mío! ¿A quién rayos estaba manoseando?
Esa piel no me resultaba desconocida, pero... ¡Me lleva la…!
El hombre empezó a moverse. —¿Pero qué, qué chingados? —expresó en tono somnoliento. Lo dejé de inmediato y me tiré al suelo asustado, replegándome hasta el extremo de la otra cama. Si no me hubiese ofuscado con mis absurdos cuestionamientos, podría haber discernido mejor
—¿Qué chingados? ¿Qué chingados?
Pronto se puso en pie, sin dejar de asombrarse y repetir su frase, quizás porque se sabía aprovechado. El impacto de sus botas sobre el suelo me estremeció. Tembloroso me tapé la boca y la nariz con las manos. Estaba muy aterrado, además de avergonzado. Creí que en cualquier instante delataría mi posición, ni siquiera podía esconderme debajo de la otra cama. Peor aún, imploraba porque él no tropezará conmigo al menor paso en falso. Lo escuché refunfuñar un par de groserías mientras se acomodaba la ropa. Jaló la puerta con fuerza y los restos del foco crujieron una vez más. Él había sido el responsable de romperlo. Estuvo unos instantes tambaleándose por el sueño que da la embriaguez, se apoyó en el marco de la puerta y la luz de la luna me ayudó a encontrar referentes a esa imagen. Las memorias se impactaron de súbito en mi mente. Él dio un eructo, soltó el marco y la puerta regresó a su sitio. Lo escuché alejarse a paso arrastrado y tosco.
Rápido me puse de pie, sacudí mi ropa y me marché de ahí antes de que el tío Clementino despertara también, o me entraran mórbidas ganas por tocarlo. ¡Qué asco! El estómago me empezaba a regurgitar. Caminé apresurado con la única idea de largarme de ese maldito sitio. Venía al entierro de un muerto y me hallaba desenterrando y reviviendo un pasado desafortunado. Me detuve frente a unas nopaleras secas, no tenía idea de mi rumbo. Cuando de pronto, una voz me sobresaltó.
—Perdóname, no quería espantarte. ¿Tás bien? —dijo preocupada una mujer que no pasaba de los cuarenta, pero que aparentaba más edad por el descuido de su aspecto.
Antes de que fuera a preguntarme la causa de mi estadía ahí, le mencioné que había venido al velorio de don Carmen y buscaba el baño. —No pos andas bien perdido. El velorio es en la primera casa. Aquí ya es otra casa. Pero se confunden porque no hay lindero. Mi papa Carmen no quiso mandar poner uno y pos mi papa Clementino menos. ¿Vinites con mi tío Claudio?
Le sonreí y asentí.
—¿Entons tú debes ser Alberto? ¡El Betito!
Volví a mover la cabeza para responder, y le expresé mi sorpresa por reconocerme tan pronto y sin ayuda de la iluminación.
—¡Cómo no me voy acordar de ti! Si jugábamos de chamacos, te tengo harto cariño como al Gonzo y los demás. ¿Tú te acuerdas de mí o ya no?
Y entrecerré los ojos para corroborar mi impresión. Desde luego, eres Teresa, la hija de mi tío Clementino, le declaré.
Ella emocionada me abrazó, y yo traté de corresponder aunque no con la misma efusividad. Tras unas preguntas más, me invitó a cenar a su casa. Acepté persuadido por el hambre y porque no deseaba permanecer solo en aquel oscuro lugar. La cocina de su casa tenía un foco amarillento que sobresalía a lo lejos y medio iluminaba los alrededores, aún así tropecé varias veces durante el camino.
—Es que no tás acostumbrado a andar con luz de luna. Aquí todos ya sabemos distinguir bien las formas de noche, uno debe ser listo porque con tanto ladrón y mañoso suelto…
Si hubiera sabido lo ocurrido en el cuarto de adobe, se habría escandalizado por caminar con un pervertido en medio de la noche. Aunque estaba nervioso, no fue por sus palabras, sino por la preocupación de que el hombre hubiera podido verme. No quería ni pensar en el escándalo que se armaría si ese tipo llegaba a abrir la boca.
Entramos bajo la zona débilmente alumbrada por aquel foco. Era un cuarto igual al otro, sólo que repleto de trastes y trebejos de cocina. El repentino ladrido de un perro me hizo dar un pequeño brinco que causó la risa de mi guía. Un cuchicheo proveniente del interior se sumó al ruido provocado por el animal, cuando ella abrió la puerta de corroído metal, Gonzo dejo la cuchara cargada con sopa de fideos para recibirnos con una sonrisa y un saludo.
—Pásate, ven a echarte un taco —profirió masticando el pedazo de tortilla que traía en la boca—. Siéntate, tráele una silla.
Su hermana acató la orden. Yo apenas había notado la presencia del otro sujeto que comía al otro extremo de la pequeña mesa. Usaba una cachucha de un naranja desgastado que no dejaba verle el rostro con claridad.
—¿Te acuerdas del Betito? —cuestionó Gonzo al otro comensal.
—Ei —contestó éste sin levantar la vista ni interrumpir su cena.
De inmediato se puso en pie, después de todo me brindaría la misma cortesía que los demás, pero me quedé con la mano fuera del bolsillo mientras él iba hacia el comal en busca de una tortilla. Me costaba trabajo recordarlo, aunque su voz y figura me parecían conocidas. Me vio de reojo al hacer taco la tortilla y morderla, regresó a su asiento viéndome una vez más.
“Namás te falta tener el hoyito enfrente pa’ ser vieja”.
Este enunciado resonó en mi cabeza y entonado por esa voz. No había un rostro, sólo quejidos de un gozo acalorado y voluptuoso, sonidos de una morbosa lujuria.
De pronto sentí unas manos iguales a las suyas, rodeándome, sometiéndome. Sentí el recuerdo de su cuerpo, de sus caderas impactándome. ¿Qué demonios me había sucedido en estas tierras? Las memorias ocultas lucían intrigantes y el cordel que las ataba comenzó a aflojarse. Lo observé atento para descubrir su antecedente, pero no lograba recordarlo. No había nadie en mi mente que encajara con sus características: con una estatura no mayor a uno setenta, el cabello castaño, corto y lacio que le asomaba por debajo de la cachucha; llevaba una sudadera gris medio ajustada que hizo percatarme de su complexión hercúlea, pantalones de mezclilla y botas mineras cafés. No era tan apuesto como Gonzo, que pese a su edad, se mantenía vigoroso. Su cara era tan común, que no le encontré nada de especial. Aunque tuviera cierto atractivo, su actitud indiferente me fascinó más que cualquier otro detalle. Se mantuvo impávido, mi llegada no le importaba en absoluto.
Y eso me animó para convertirme en un ameno platicador. Me quejaba de las alabanzas, pero tampoco me gustaba no tenerlas. Hablé del mundo fuera de México para atraer su atención, pero fue inútil porque ni siquiera eso parecía interesarle. Tan concentrado estaba en ganarme su atención que no escuché a Teresa volviendo con la silla.
—¡Tás loco! Segurito es por el cuete que traís, todo borrachote como no vas a sentir cosas —declaró con indignación.
—¡Te digo que no mensa!, toy mareado pero no pendejo. Yo sentí clarito que alguien me agarró. En ese cuarto espantan, toy seguro —arremetió una voz de hombre que venía acercándose con ella.
—Pos dicen que cuando alguen se muere, las animas salen pa’ ver a quén más se llevan. Por eso ándate con cuidado y no seas tan méndigo con tus hijos —dijo aquella entrando con la silla en las manos.
Me estremecí con la segunda presencia, y no quise voltear de inmediato. Oí al sujeto musitarle torpemente la pregunta “¿Y éste quién es?”. Gonzo no dio tiempo a que ella respondiera.
—Es Betito, el hijo de mi tío Claudio. Bueno, ahora ya es Beto. ¡Míralo! Ya creció hasta el techo —expresó haciendo una señal con la mano para indicar mi altura.
El hombre se posicionó frente a mí y reconocí enseguida su vestimenta, era la misma que había palpado en el cuarto de adobe. Di un gran trago de saliva, me extendió la mano y acepté su gesto dándole la mía. Entonces, una marea de habladurías me empapó el cerebro.
“¿Ya te la han metido por aquí?”, “Mira cómo me la pones”, “¿Hoy no vas a querer, no tienes ganas?”, “Te la voy a dejar todita”. Frases sueltas y sin sentido.
Pude ver en su cara la intención de esbozar una sonrisa, pero no lo hizo. Después soltó mi mano y se sentó en la silla que habían traído para mí.
—¿Y qué te trajo por acá Beto? —me interrogó con ironía.
—No seas tarugo, vino a despedir a mi papa Carmen ¿a qué más? El pobre andaba todo perdido allá por las nopaleras —y con esta información acabó por sonreírse. Concluyó que había sido yo el atrevido y no los espíritus.
Me sentí tan incómodo con su risa burlona, despojado de todos mis buenos atributos y rebajado a un simple y vulgar pervertido. Deseaba irme cuanto antes, quería ordenar mis ideas y ahí no iba a conseguirlo. Los demás tenían ventaja, sus memorias estaban sanas, la mía estaba afectada. No tenía comprensión, todo estaba cambiante y tan ajeno. Quería gritar y expresar mi ansiedad, era como padecer amnesia, todos recordaban los eventos, menos yo.
—Esto me recuerda los viejos tiempos —dijo Gonzo entre suspiros— no pensé que nos fuéramos a reunir otra vez. Mi papa estaría bien contento.
Nadie apoyó sus palabras con algún comentario. A todos les invadió una sincera pena. —Voy a ver si ya llego Cuca, ahorita nos vemos —declaró el hombre de la gorra al incorporarse.
Intuyendo que regresaba a la casa del abuelo, hice expreso mi deseo por volver.
—Pero ni has cenado —me rebatió primero Teresa y después Gonzo, más luego de una explicación medio convincente sobre mi pérdida de apetito…
—Bueno, ten este taco, te lo comes por el camino. ¡Pérate Licho! Beto se va ir contigo. Córrele, pa’ que no te vayas a perder —me dijo dándome una tortilla embarrada con salsa, frijoles y queso desmoronado.
Salí a paso veloz por temor a saberme abandonado, pero ahí estaba el hombre de la gorra, Licho. Y deduje que el burlón debía ser Varo. Pronto lo alcancé, y agradecí la espera con una sonrisa que él ignoró. No sé si avanzábamos a paso muy lento o era la embarazosa tensión que existía entre los dos. Quise hablar, del tema más trivial, pero no encontré manera de iniciar el discurso.
De repente vino a mí una imagen olvidada, igual a una estampa. Era Licho, un poco más joven y rollizo que caminaba por el patio de la casa del abuelo, de un lado al otro. —Betito, Betito —decía la tía Constanza dentro de mi cabeza— Licho ya lleva ratote dando hartas vueltas, ya ha de querer irse a dormir.
Suspiré y mordí el taco, eso me daría un buen pretexto para no entablar una conversación, aunque contradijera mi actitud afable de hace unos momentos. De cualquier modo, él no hacía nada por generar plática y mi excusa se terminaba. Afortunadamente los rezos se escuchaban más y más cerca.
—Síguete derecho, vas a ver la casa —me dijo raudo y sin siquiera mirarme, y no me atreví a preguntar la razón de su mandamiento—. Voy a echar una miada, ahorita te alcanzo —agregó.
Lo oí alejarse entre los huizaches y me quedé quieto para corroborar sus palabras con el ruido de su orina y ésta no demoró en colisionar contra el suelo. Quise esperarlo, pero temiendo una malinterpretación de mi acto que pudiera achacarse más al miedo que a la cortesía, continué.
Conforme avanzaba, el ambiente empezaba a rebosar de melancolía y llanto, y tal emoción no era la indicada para tratar mi propia aflicción. Tenía que dormir unos cuantos minutos, lo necesitaba con urgencia. Pensaba que con la mente más relajada y menos tensa, podría discernir mejor y hallar una solución. Opté por buscar a la tía Constanza y enterarla de mi cambio de decisión. La multitud había triplicado su número desde mi partida y anduve un rato extraviado entre ella. Me topé con algunos que dijeron ser familiares míos, pero vagamente sólo recordé a unos cuantos. Después de varios minutos, la encontré cerca de los viejos abrevaderos, lugar donde el abuelo criaba sus vacas antes de hacerse de los establos. Estaba entretenida platicando con un hombre.
Mi cuerpo comenzó a sacudirse levemente. Los dos se percataron de mi llegada, y al verme afectado finalizaron su interacción y me observaron callados. Me quedé inmóvil y tembloroso, pues aquella mirada me resultaba tan conocida y familiar. En mi estómago se suscitó una sensación idéntica a la del revoloteo de mil mariposas, tartamudeé y las manos se me pusieron heladas.
—¡Flaco! —exclamó el hombre con genuina, pero moderada emoción— ¡tanto tiempo sin verte!
Y así, como el devoto recobra la salud delante del santo sobre el altar tras suplicársela, la mía emergió junto a los recuerdos igual a un maremoto que nace de las entrañas del mar. Los ojos me refulgieron de emoción y brillaron a causa de un próximo lagrimeo. Todo tuvo sentido al contemplarlo, al rellenar mis pupilas con su imagen. Supe los más concisos detalles sobre cada frase e instante dentro de mi cabeza. No pude gritar su nombre por más que lo deseé, y sonreí tanto como las mejillas me lo permitieron. Se acercó a mí extendiéndome los brazos y me entregué sin reservas a él, dejándome envolver por su aroma, su cuerpo y su espíritu. Mi frenesí fue tal que únicamente pude mascullar su nombre una y otra vez.
        Neto, Neto, eres tú, mi Neto.

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