Recuerdo —Paso del Norte— Parte 4 (Final)


Parte 4. RESOLUCIÓN Memorias Nuevas

Desperté abruptamente, porque alguien tocaba con insistencia la ventana del coche donde me había encerrado para dormir. Me tallé los ojos para disiparme los restos de lagañas, y las pesadillas de la noche anterior. Miré el reloj, eran las ocho y media de la mañana. Entonces, bajé el vidrio para escuchar los cuestionamientos de mi padre. No llevábamos ni tres días de renovada convivencia, cuando ya estaba tratando nuevamente de imponérseme.
De tajo, corté sus aspiraciones; le dije que me iría a bañar, porque tenía planeada una diligencia a la ciudad más cercana, que me llevaría todo el día. “Quiero comprar ropa”, algo así le comenté. Él pronto se anexó a mi plan, pero de inmediato lo rebatí; “quiero ir solo, después iremos juntos a otra parte”. No se opuso, ni se escandalizó como acostumbraba. Quizás me permitía ganar unas cuantas batallas para hacer que me confiara; sin embargo, yo no estaba dispuesto a darle la revancha.
Después de un meticuloso aseo y arreglo, salí y los encontré a todos reunidos en el patio. Rápido me convertí en el centro de las miradas, unos boquiabiertos, y otros asomaban un dejo de envidia; me observaban embelesados como si estuvieran frente a una escultura grecorromana de Marte o Atenea. Me había preparado para la guerra, y estaba armado con la actitud conquistadora de Cortés y Pizarro. La tía Constanza fue la primera en halagarme, luego Prosperidad y Teresa; Gonzo y Varo pretendían no darme la atención que los demás me demostraban sin reparos; lo cual no me importó, pues no me había ajuarado para ellos; aunque Licho y su mujer no dejaron de expresarme, a través de la mirada, su deseo de volverme compañero de sus juegos de alcoba. Incluso Elena, quien trataba de permanecer indiferente, parecía verse afectada por mi porte.
Neto no estaba entre los reunidos, no hizo falta preguntar por él, la tía Constanza lo hizo; la versión que dio a su esposa fue: que unos asuntos impostergables, con respecto al trabajo, lo habían llevado a Durango. Yo también utilizaría lo laboral para eludir el compromiso del almuerzo. La mayoría había asistido porque intuían que aquella reunión sería la última que los congregaría. Por ejemplo, tras la muerte del abuelo, mi padre no volvería al Paso del Norte con tanta regularidad; quizás si buscara la herencia, que no era sustanciosa; pero conociéndolo, supuse que no tendría interés, y la dejaría al resto de los hermanos.
Lo observé todo para grabarme los detalles más minuciosos del ambiente, las casas, los muebles, las plantas, las caras; porque como el abuelo, esa era mi despedida. Aunque les había dicho que pensaba quedarme unos días para descansar y vacacionar, la verdad me preparaba para desaparecer del mapa de nuevo, y esta vez para siempre. Finalmente el círculo se había cerrado, los hilos ya no estaban sueltos, y nada me impedía levantar el vuelo, ni el cariño ni las memorias. Cuando el amor por Neto empezó a latir y respirar dentro de mí, supe que no tendría cavidad para otro afecto igual de grande y poderoso. Ya lo dijo el maestro Lara: solamente una vez se ama en la vida.
Era un sacrificio que nadie me había solicitado, pero tarde o temprano, sería necesario. Por esa razón siempre me mantuve ajeno y extraño a ellos, tenía miedo de aceptarlo porque la norma social dictaba, que al menos debía tenerles un mínimo aprecio por aquella sangre que compartíamos. Pero desde el principio la ignoré, porque lo elegí a él; haberla siquiera considerado, me hubiera hecho darle la espalda a él. Y antes y ahora, siempre sería él. Mi corazón ya estaba empecinado en amarlo en exclusiva. Además, ellos nunca nos hubieran acogido con tales sentimientos, yo estaba seguro de eso, y luego de conocer la fatídica historia del tío Clementino, no me quedaron dudas. Ellos, los que decían querernos, nos hubiesen destruido; nos habrían impuesto un castigo más severo por los crímenes contra el género y el lazo.
Y con la misma frialdad del que jala el gatillo de la pistola, o cercena con instrumento cortante la garganta con vida, subí al automóvil pretendiendo un “hasta pronto”, cuando en realidad era un “hasta nunca”. Aún podía arrepentirme, pero las despedidas se caracterizan por su innata melancolía. Suspiré, di vuelta a la llave, el motor resonó y las llantas provocaron una estela de polvo. Con ella sepulté a todos los Duarte, incluido Alberto Duarte. Ahora sólo sería Alberto, porque el árbol o la piedra no dejan de serlo por no tener un adjetivo que los acompañe. Determinado y sin remordimientos, seguí la ruta para dar con la polvorienta carretera. Sintonicé la radio y pensé en Neto, en qué le iba a decir y cómo se lo iba a decir. Sería mi primera declaración, nunca antes hice una. Sentí nervios y un ligero pánico.
“¿Cómo debería iniciar? ¿Cómo darme a explicar? ¿Cuáles hechos abordar con toda prioridad?”
Quizás podría ser simple y sencillo, como resultan las palabras dentro de una canción, y sólo repetirle una y otra vez que lo amaba; entonces presté atención a los versos en la voz de Lucha Villa que la radio susurraba:

Yo quiero estar siempre, siempre, siempre juntito a tu cariño
No me importa nadie, nadie, nadie amor si tú no estás…

Amor, amor, amor ¡cuánto te quiero!
Amor, amor, amor ¡qué bonito cariño!...

Si es pecado amarte tanto, tanto, que me castigue Dios

Pero que elegantes y esplendidas suenan las palabras acompañadas por una composición musical.
“Quizás debería cantarle al oído”.
Media hora después, envalentonado por las canciones que venía canturreando, vislumbre el letrero malhecho que señalaba el Paso del Norte. Pasaban de las once y media de la mañana. Estacioné el coche, y bajé de él aún tarareando más canciones para disipar los nervios. Contemplé las desérticas planicies, al instante que daba algunos pasos para sobrellevar la impaciencia; conforme la hora de la cita se acercaba, el reloj parecía imitar la velocidad de una tortuga. Faltaban menos de cinco minutos para las doce del mediodía, cuando reconocí su camioneta a lo lejos.
Se estacionó apenas a un par de metros delante, de donde yo lo había hecho. Tocó el claxon, y entendí que debía ir hacia él. Sentí su mirada a través del parabrisas, lo cual me puso más nervioso. Emocionado, me aproximé. Mi jubilo aumentó al percatarme de lo bien ataviado que iba, no era el atuendo para una fiesta, pero si denotaba esmero y cuidado. Mezclilla negra, una playera roja con el logo de “Construcciones Duarte”. El cabello peinado hacia atrás con un toque de gel, la barba recortada; oloroso a colonia, desodorante y jabón de tocador.
—¿Qué vamos hacer aquí? —me cuestionó irrumpiendo mi estado embelesado, y al percatarse de que me tenía cautivado, movió la cabeza sonriéndose— ¡pinto flaco, estás reloco! ¿Ya almorzaste? —volvió a preguntarme.
Y le contesté que no.
—Entonces vamos a papear, porque ladro de hambre. Nos echamos unos tacos y luego ya hacemos lo que tengas planeado que hagamos. Que sigo sin entender qué haremos aquí, no hay ni un mezquite, ni una pinche sombrita pa’ sentarse a platicar; y no es por asustarte, pero aquí se descarrilan un chingo de tráilers. ¿Por qué crees que no ponen un letrero nuevo? No duran, los tumban a cada rato; pero bueno, tú sabrás —y me observó callado por unos segundos—. No te creas, hombre; te estoy vacilando. Sígueme pues, pero muévelo porque tengo hambre.
Sonreí y acaté sus órdenes de inmediato. Condujimos entre diez y quince minutos, hasta que Neto se detuvo en un puesto de tacos sobre la carretera. —Flaco, vas a ver qué tacos tan perrones vas a probar —declaró asiéndome de los hombros con su brazo para acercarme a él—, hasta vas a pedir más de uno, están bien buenos. Es más, pide uno de bisté y otro de costillita; y si no te gustan, me escupes la cara por hablador —dijo con tono juguetón.
En eso se parecía a su padre, en lo ocurrente y simpático. Era como un niño en el cuerpo de un hombre, con esa astucia e ingenuidad tan natural de la edad. Quizás porque él no tuvo tiempo de serlo, ni siquiera había terminado la secundaria cuando el tío Cayetano lo metió en el mundo laboral, pues decidido a cimentar su propio negocio alejado del ámbito lechero, necesitó de su único hijo varón. De un momento a otro, Neto pasó de niño, a hombre con responsabilidades. Aún así, jamás emitió juicio o reclamo contra su padre, y yo tampoco pensaba incitárselo.
—¡Pide otro! —exclamó al verme meditabundo—, al cabo que tú no los vas a pagar —completó.
Nuevamente reí. Podría haberlo complacido, me gustaba hacerlo; pero los nervios me acosaban y tenía un nudo en el estómago. Todavía no hallaba las palabras correctas para enterarlo de lo evidente. Y en ese instante convergieron en mi mente una amplia gama de posibilidades, desde la aceptación hasta el rechazo.
Turbado, me levanté y di una caminata por los alrededores mientras él acababa de comer. Y consideré en armar una confesión amorosa a partir de las letras de José Alfredo, Juan Gabriel, Tomás Méndez, Lara, Manzanero y de otros grandes. Pero teniéndolo frente a mí, sencillamente no podía razonar, me embrutecía al grado de sólo desear el sabor de sus besos. Recordé aquella vieja fantasía adolescente inspirada en un video de Thalía; donde yo secuestraba a Neto y, atado a una silla, lo seducía para que complaciera todos mis caprichos; sin inhibiciones ni complejos; donde el tímido beso, inspirado por un amor sensual, no tuviera temor de volverse explosivo.

Vámonos donde nadie nos juzgue
Donde nadie nos diga que hacemos mal
Vámonos alejados del mundo
Donde no haya justicia, ni leyes ni nada
Nomás nuestro amor…

Y una vez más, gracias a los versos del Rey, lo comprendí. Tenía que alejar a Neto de ese lugar, llevármelo tan lejos que no tuviera miedo de sentirse y expresarse libremente; sin tener en cuenta las resoluciones de los demás, sólo las nuestras; porque todavía necesitaba guía en muchos aspectos; o quizás eran esas ansias, de protegerlo de todo y de todos, que siempre me había despertado. Cuando por las noches, cansado por el arduo día de trabajo, se quedaba dormido en mi regazo, mientras yo le mimaba los cabellos con mis manos, o lo que algunos llaman “hacer piojito”; yo solía susurrarle dulces frases iguales a un conjuro mágico que esperaba le hechizara las ensoñaciones.
“Tú eres mi amado hombre de los campos, tú mi hermoso Endimión; la luz de mis ojos y el alimento de mi alma”.
Tan adentro estaba en mis pensamientos que no advertí su presencia a mi lado. —Te traje un flan —dijo, y sin quererlo él, me hizo dar un leve sobresalto—. ¡Órale! Está bien que uno no esté carita como otros, pero ni guapo que encante ni feo que espante.
En reacción inmediata le di un pequeño empujón y lo llamé “menso”. “Si eres muy guapo”, le confesé al acariciarle la mejilla. Noté la incomodidad producida por mi gesto, recordé que a él no le gustaban ese tipo de demostraciones públicas, y me sentí sumamente avergonzado.
—¿Y ‘hora, qué? —me cuestionó al quedarme callado.
Moví la cabeza para esfumar su sospecha, no podía decirle que una repentina posibilidad me había embargado.
“Quizás he malinterpretado tus sentimientos todo este tiempo. Tal vez tú no sientas, ni siquiera una mínima parte, de lo que yo siento por ti; es tan grande el afecto que, quizás ya me ha trastornado la cordura, y sólo soy un pobre lunático, como don Carmen Duarte o don Alonso Quijano”.
—¡Ya, flaco! Tampoco es pa’ tanto —manifestó al intuir, tal vez mi debate interior.
Le eché la culpa al inclemente sol por mi inadvertencia. Le pedí que nos marcháramos de una vez, y que ahora él me siguiera a mí, me sonrió llevado por la curiosidad y acató mi proposición. No tenía la más remota idea de a dónde nos dirigiríamos, ni cuál sería nuestro destino; únicamente manejé en línea recta por la carretera. Debí haber perdido la noción de las cosas pues, de pronto el teléfono resonó en la bolsa de mi saco, lo saqué y el número era desconocido, quizás era mi padre para localizarme, contesté pero no era su voz.
—¡Oye cabrón! ¿Pos a dónde madres vamos? Pasando esa montaña de allá, ya es Torreón —rebatió la voz de Neto.
Lo tranquilicé, diciéndole que habíamos llegado. Tomé la primera salida sin percatarme del lugar, apenas vislumbré “El quelite” y me detuve; dejé las manos sobre el volante, tratando de acomodar mis pensamientos. Alcé la vista y, con mayor calma, examiné en dónde me había estacionado. Mis mejillas se encendieron, y más cuando sus ojos me encontraron desde la camioneta.
—¡De haber sabido!, conozco unos más cerca y hasta pue’que más baratos —reveló con leve ironía y moviendo la cabeza, quizás en signo de reprobación al hallarnos frente a la fachada de un pintoresco hotel.
No hizo otro comentario hasta que cruzamos la puerta de la habitación. —Estás peor que mi papa Carmen —confesó al referirse a la historia que me había inventado en la recepción.
Aunque la mujer no me había preguntado detalles, decidí relatársela para que no hiciera opiniones sobre nuestra estadía. No quería que nada lo fastidiara, ni le incomodara. Neto, recargado sobre la cómoda a un lado de la cama, volvió hacer su gesto con la cabeza; mientras yo deambulaba por el estrecho pasillo entre el baño y ésta. Me encontraba por iniciar el preámbulo de mi discurso, cuando presto me interrumpió.
—Bueno, ¿y luego? ¿Me encuero ya, o qué? —profirió mordaz y con indiferencia—. ¿Qué? ¿Por qué me miras como suato? No te hagas, si me trajiste hasta acá no era precisamente pa’ platicar y contarnos secretitos. Ya te tengo medido, flaco; sé cómo te las gastas. Nomás te falta tener ésta —y se agarró altanero el sexo—, pa’ que ya se te muera la lombriz y te estés sosiego. ¿Soy el que te falta no, o chance y haya más?
Bajé la mirada intimidado por el pobre concepto que él tenía de mí.
—Por eso antenoche te fuiste bien enchilado con Licho, y no me extrañaría nadita que te hayas ido nomás pa’ empiernártelo, si ya te conozco mosco. Pos deja me la paro pa’ metértela, mientras vete bajando los pantalones.
Sentí una punzada lacerante en el fondo, como la flecha que se clava en el cuerpo del ciervo. Sus palabras siempre habían tenido una facilidad para herirme, él y nadie más, podía conseguir hacerme agachar la cabeza.
—¿Por qué lloras, si todavía ni te la meto?
Le pregunté si eso era realmente lo que él quería.
Me echó en cara, que aquél era mi deseo, no el suyo.
Ni siquiera me enteré de cuándo brotaron lágrimas de mis ojos, pero me las limpié; no pude evitar sentirme ofendido, pero le hice caso; me desabroché el pantalón, me descubrí las nalgas, y me eché bocabajo sobre la cama, conteniendo el inusitado llanto. Se acercó despacio, jactándose así de su condescendencia hacia mí. Él ni siquiera parecía excitado, seguía con el pantalón puesto.
Entonces, le hice otra pregunta: “¿Cuál es tu deseo”.
Me aseguró no tener ninguno.
Su benevolencia me sacó de quicio, me puse en pie y me acomodé la ropa. No sé sobre qué me cuestionó, pero le ordené que se callara.
“Escúchame”, debí haberle gritado porque de inmediato hizo caso. “No puedo creer que no desees nada. No puede ser que pasen los años y tú y yo sigamos en las mismas, sin poder entendernos, diciéndonos cualquier cosa para no enfrentarnos a la verdad. Aunque no me creas, te traje hasta aquí para decirte lo obvio, lo que ya sabes; y no te hagas el tonto, es tan evidente que incluso tu mujer también lo sabe, o al menos, lo sospecha…”
Y tuve pánico en decir lo siguiente, pero al final lo pronuncié: “Te amo”.
—¿Me amas? —repitió él, extrañado e incrédulo; y con un ligero atisbo de burla contestó—. ¡Ay, flaco! —y se llevó las manos a la cabeza— no juegues. ¡Híjoles! De veras, lo que el hambre les hacer a algunos.
La rabia me poseyó. Si de algo había estado muy seguro toda mi vida, era de los sentimientos que le tenía. No era posible que él no se diera cuenta de la autenticidad de estos. Los celos le hacían hablar así. Pero, qué podía decirle para validar mi testimonio. “¿Por qué no crees en mi amor? ¿Por qué hasta te burlas de él?”
—Porque una persona enamorada no se comporta así.
—¿Así cómo, como yo?
—En serio flaco, ¿vamos a hablar de esto? Porque la mera verdá, está de más.
—¿De más? —rebatí irónico—, ¿para quién? ¿Para ti o para mí? Mejor dime, cómo actúa un enamorado según tú, ¿se casa y forma una familia?
—¡Ay güey! Pos yo no sé, eso ya depende de cada quién.
—Entonces ¿por qué me juzgas?, ¿por qué me haces pensar lo que no es? Estoy cansado de interpretar tus señales y actitudes, dímelo de una maldita vez. ¿Qué sientes por mí? Algo has de sentir. ¿Me quieres?
—Sí —respondió al instante—. Pos eres familia, como no…
“¿A eso se reduce todo?”, presto lo interrumpí sin quitarle la mirada de los ojos; y hallé en ellos una fuerte resistencia a darme más detalles. Usando las palabras que dio Neruda a Melisanda, le pedí que en un beso me hiciera saber todo lo que se había callado.
Él frunció el ceño e hizo una mueca de repudio.
—A mí no se me da lo de ser joto.
Y de nuevo, su juicio, su sentencia, su castigo, su triunfo sobre mí. Me condenaría a un eterno enamoramiento sin esperanza de realizarse.
—¿No vas a aceptarlo nunca, verdad? —respondí desesperado—. ¡Qué pendejo he sido!, ¡y qué pendejo soy! ¡Un reverendo pendejo! ¡Por todo! Por haber sobreentendido cosas, por haberme dejado arrastrar por mi basura romántica. ¡Y por haber permitido que mi vida girara entorno a ti! Todo es tan absurdo ahora; aunque lo supe siempre, en el amor no hay lógica; pero el sacrificio y los esfuerzos duelen al saberlos innecesarios; son los que más lastiman, porque acabaron siendo inútiles. ¡Pendejo! ¡Tanto estudio y tanto mundo para terminar pendejo por un…! ¡Un ranchero!, que aparte de todo, no es joto.
—¡Pues no lo soy! —declaró con firmeza, acercándose a mí para intimidarme—, no soy como tú, que anda cogiéndose cuanta verga le pase por el frente.
“Te equivocas, ¿acaso ya lo olvidaste?, acuérdate de lo que me dijiste, meses después de tu boda, la última vez que nos vimos”.
Y de pronto actuó como si no lo recordara.
—Yo sólo era un jovencito iluso que creía en la posibilidad del cuento de hadas, su único problema fue querer un príncipe en lugar de una princesa. Pero tú dijiste que tal deseo se me pasaría, que era una etapa normal en todos cuando se es joven. “¡Mírame flaco!”, me dijiste y lo recuerdo perfectamente bien, “¡ya estoy casado y a punto de tener chamacos! Ya verás que a ti también te llegará la punzada por casarte. Somos hombres, eso tarde que temprano nos llega. Pero mientras pasa, hazme una promesa: Prométeme que te conseguirás una novia, es más, que tendrás muchas y que te olvidarás de esas manías raras”.
Neto cambió su mirada de dura, a acongojada, al ver reproducido su represivo discurso. Su voz y sus palabras podían mentir, pero sus ojos no eran tan capaces del fingimiento.
—Y seguí tus consejos al pie de la letra. Ni a mi padre le hecho tanto caso como te lo hice a ti. Pero, ¡mira! No fue una etapa pasajera, ni me llegó esa “punzada” por el matrimonio. ¡Pendejo!
—¡Fue una suposición, hombre! Que me iba a imaginar que te lo fueras a tomar tan en serio. Pero pos eso dices tú. A mí me cuesta trabajo creer que, allá donde andabas, no te hayas dado tus atascones con otros jotos.
—Aunque no lo creas no me atasqué con ninguno. Eso sí, me chingué unas viejas, que ni en tu sueños más guajiros podrías tener —expresé con el dolo nublándome la mente.
—¡Pos qué bien por ti, flaco! Pero de nada sirvió, porque lo maricón no se te quitó.
—Tienes razón. No se me quitó, y creo que es momento de recuperar el tiempo que me hiciste perder —le dije con total alarde—. Voy a tirarme a todos los que no me tiré por pendejo, y por culpa del mierdero juramento que te hice. Pero ahora te voy hacer otro: A todos me los voy a coger, al cabo que soy un pinche puto. Es más, ahorita mismo, en cuanto salga, voy a buscarme uno que me guste; uno más pinche buenote que tú, y voy a regresar a este hotelucho de quinta, y me lo voy a coger en este mismo cuarto y en esa misma cama.
—Ándale, nomás ten cuidado porque no a todos les caen bien los jotos.
—¡Vas y chingas a tu madre, pendejo!
—Ve y chinga a la tuya, y de paso le preguntas por qué te hizo tan puto.
—Eso voy a preguntárselo primero a la tuya, ¡pinche imbécil!
—Pos muy imbécil, pero bien que me hiciste caso. Y eso te vuelve más imbécil, pendejo y puto todavía.
—No fue por imbécil, fue porque te amaba, pedazo de estúpido. Pero no me avergüenzo de mis sentimientos, bien sabe Dios que ni frente a él lo hago; porque son justos y honestos. No me hubiese importado hacer miles de sacrificios más por ti; ni ser acusado de raro, desviado, joto, enfermo, marica, puto, ¡de lo que fuese!; me hubiese entregado sin objeciones, sin apellido y sin familia, con tal de estar a tu lado y compartir la vida juntos. Pero acabo de descubrir que no puedo luchar contra ti, de todos hubiese podido protegerte, mas no puedo de ti mismo; esa lucha es únicamente tuya.
El mutismo se adueñó de nuestra voluntad, de los cuerpos, de la habitación, de todo. Ni el susurro del viento podía percibirse. A lo lejos, poco a poco, la voz de Lola “La Grande”, que provenía de alguna radio resonante del exterior, lo aniquiló.

Soy infeliz, porque sé que no me quieres, para qué más insistir…
Si el amor que tú me diste para siempre he de sentir…
Si porque tú no me quieres, piensas que yo he de morir…

Cabizbajo, Neto se había sentado sobre la cama; y yo observaba el árido paisaje a través de la ventana. “Creo, ya es hora de irme”, confesé al aire, “pero esta vez, como dice la canción, no volveré”.
—Flaco —musitó con un tono dulzón— espérate, no seas tan atrabancado. Toma tu decisión, pero ya no quiero que me uses de pretexto. Tómala, pero por ti mismo, no porque no oíste lo que querías oír.
—No te preocupes —refuté aún mirando al horizonte—, esta vez es por mí —e intenté sonreír, mas no pude—. Quizás, me equivoqué contigo; pero después de esto, podré tener un verdadero reinicio. Ya no trataré de ponerle tu cara a los demás, podré buscar a alguien, una persona que no se vea igual a un remplazo, o un consuelo; así como ocurrió con aquellos dos, que sólo los vi por resignación de algo que jamás sucedió.
—Flaco… —repetía contrariado sacudiendo la cabeza y tras una pausa, apenado prosiguió— ¿no sé qué decirte, pues?
—Nada, tú no tienes la culpa por haber avanzado. Si me quedé atrapado, y decidí vivir todo este tiempo, esperando que el espejismo se hiciera realidad, fue mi error. Cuando todo está dicho y hecho, ya lo demás es innecesario…
Y realmente lo era, pero mi voz incitaba a la compasión. Aunque creí moriría si me rechazaba, el corazón aún me palpitaba, y los pulmones todavía me trabajaban; así que permanecer con vida, fue más que suficiente.
Él me examinó con detenimiento, la desesperación lo hizo levantarse y darle la vuelta a la cama para estar más cerca de mí. Me vio tan agudamente, que acabé por girarme y enfrentarlo. Él sólo mascullaba y exhalaba, como si algo le sujetara la lengua. El silencio estaba por imponerse otra vez, cuando inesperadamente, él lo desterró al ponerse a cantar.
Ese toro enamorado de la luna… —entonó resuelto y sin permitirme desviar la mirada— y en la cara del agua del río, donde duerme la luna lunera…
—No, por favor —le supliqué enseguida con los ojos humedecidos por un repentino sollozo—. No más, ya te lo dije; no es necesario, mucho menos la crueldad. Ya no quiero descifrar mensajes, por favor...
El torito celoso perdido, la vigila como un centinela… Esa luna coqueteando con el toro…
Lo abracé de inmediato para obligarlo a callarse.
—¡No! ¿Por qué lo haces? Ya no me castigues —le protesté entre lamentos.
Él correspondió a mi abrazo, y lo ceñí con todas mis fuerzas porque sería el último, el de la despedida. Su aroma me adormeció y descansé mi cabeza encima de su hombro. Él me susurraba al oído que no era un castigo, que yo le importaba, que se preocupaba por mí. Me separé un tanto para verlo a los ojos, otra vez me repitió los mismos enunciados; pero su mirada transmitía más que aquellos. Despacio, mis manos fueron subiendo de sus brazos a su cuello, deslizándose hasta que lo tomé de las mejillas con suavidad; entonces él desapareció las emociones contenidas en sus pupilas, y concentró su vista en mí, endureciéndola.
Lo iba a besar de cualquier manera, aunque me intimidara, le daría uno para liquidar nuestra cuenta. Acaricié con mis pulgares sus labios para prepararlos. Neto bajó la mirada unos segundos y acorté la distancia entre nuestras caras. Cerré los ojos, y algunas lágrimas rebeldes rodaron por mi rostro. Podía sentir su aliento cálido y acelerado golpeándome la boca; mas también su vista inquebrantable perforándome. Lo solté, pues Neto no se había alejado de mí ante el roce de mi boca con la suya. Apreté los parpados, abrí los ojos y verlo de nuevo, me hizo elevar mis labios por encima de los suyos, más arriba, hasta dar con la frente, y ahí los deposité con total honestidad y respeto.
Quise manifestarle todo mi cariño en tal demostración, y fue necesario apoyar mis manos por detrás de su cuello, para no tumbarlo con la fuerza de aquel beso. Lentamente el ímpetu mermó, y con ello la energía en mis extremidades. Neto me seguía analizando con aquel insensible vacío, separó los labios apenas unos milímetros y pensé que finalmente me censuraría por mi acto. Sin embargo, de pronto se volcó sobre mí, dándome un profundo beso; al cual no tardé en entregarme, y contagiarme de su arrebato; reavivando el vigor suficiente para atraparlo de nuevo.
No dejé de pronunciarle cuanto lo amaba al final, e inicio de cada beso; entre las apresuradas respiraciones, que no demoraron en volverse jadeos, conforme degustábamos el sabor del otro. Aunque las palabras eran innecesarias, busqué corroborar lo que sus mimos me comunicaban. Miré a Neto a los ojos y hallé la respuesta, pues estaban cargados de viejas emociones, los momentos felices y los infelices, la playa y la feria, las peleas y las reconciliaciones, lo romántico y lo erótico; todas estaban conjugadas dentro, desbordándose y centellando en el iris.
—Flaco —musitó embriagado por ellas, con su habla liberada— Alberto, yo también te amo… —y no permitiéndole decir más, ahogué el resto de la confesión con un beso más tierno y menos lascivo.
Él sonrió, y rindió sus labios a los míos, teniéndome asido de la cintura con ambos brazos; y yo lo tenía sujeto del cuello con mis manos. El dolor y la angustia se diluían junto con la pasión desbocada, dando paso a una serenidad que precedía a la autentica entrega.
Neto me incitó a despojarme del saco, y yo llevé mis manos hasta el borde de su playera para quitársela. Contemplé su torso desnudo, adornado de vellos y fui por su pecho agitado, explorándolo. Regresé a sus labios acariciándolos con la yema de mis dedos; nos besamos porque no podíamos evitarlo, los besos nos tenían enloquecidos, y él me complacía otorgándomelos cada vez más comburentes. Lo abracé sintiendo la anchura de su espalda bajo mis palmas, y le revolví los cabellos por la ansiedad que me provocaba tenerlo así. Yo lo quería, él lo deseaba, y viceversa.
Mis gemidos testereaban sus impulsos, y estos a su vez los míos; el arrojo se presentó renovado, enardeciendo nuestros sexos; entonces nos derrumbamos sobre la cama; sentir el peso de su cuerpo encima, me causaba un beneplácito indescriptible. Mientras nos besábamos más, él desabotonó mi camisa para privarme de ella. Reanudamos nuestra unión bucal rodando por el colchón. Quedé arriba de él y me agaché, descendiendo por su hombro hasta su abdomen plagándolos de roces, al tiempo que masajeaba su pecho con mis manos, aspirando y probando sus rincones secretos. Él me observaba tan poseído, como yo, por el eros; que no me cansaba de repetirle, uno tras otro, los “te amo”. Se los dije tanto, que temí parecer falaz; pero Neto los contestaba apretándome con mayor brío contra sí.
“¿Eso era hacer el amor? ¿Un compás que subordinaba a cada uno de los sentidos para hacerlos disfrutar al mismo tiempo, y proveer un inexplicable gozo? ¿Una confabulación entre lo mundano y lo espiritual, lo pagano y lo sacro, lo carnal y lo anímico?”
Dejé su boca, y fui lento por su mejilla, para iniciar un recorrido; deambulé por su cuello, hasta dar con su pecho; entre masajes y lengüeteos, sus pezones se endurecieron, volviéndolo en extremo sensible; pero no fue hasta que me paseé por su estómago, que le arranqué unos quejidos más fuertes. Iba y venía, de arriba abajo, de sus labios a su torso, para aumentar su anhelo. Le saqué el cinturón, y sobre la mezclilla acaricié la zona del pubis; le desabroché el pantalón, y me puse de pie para retirárselo. Me volví a inclinar, mimando ahora sus muslos y piernas con idéntica técnica. Él no cejaba de verme, suplicándome que atendiera el frenesí que se suscitaba en la mitad de su anatomía. Su faz embebida de placer, me sedujo a complacerlo.
Fui pausadamente hacia el lugar, vi lo encendido que estaba y lo calé con mi tacto, recordando aquel primigenio encuentro; luego aspiré la fragancia que se expelía a través del humedecido calzón, y por encima de éste, bañé de saliva su miembro erguido para azuzarle todavía más las ganas. Neto tensó el cuerpo, y medio se levantó para hacerse de mis besos; me concedió tantos, y de tal manera, que pronto me encargué de su petición.
Sus expresiones faciales, y sus exclamaciones me enloquecieron; ambos éramos participes del júbilo. Él agradecía mis atenciones, ocupándose de mi cuerpo, conociéndolo y descubriendo sus zonas más susceptibles. Sentí el efusivo masaje en mi espalda y nalgas, que estimuló mi libido, y por consecuencia, la velocidad de mis succiones; ya no supe en qué momento perdí los pantalones y los zapatos, pues de repente los dos ya estábamos completamente desnudos. Sus dedos comenzaron a realizar una serie de travesuras detrás de mío, indicándome que él estaba ansioso por conquistarme como Alejandro al Oriente.
—Dámelas ya —ordenó imbuido por el deleite.
Obedecí.
Permanecimos en similar postura, con la única diferencia que yo le proveí mayor acceso a mí. Entonces Neto aplicó el mismo método, que yo a él, para enloquecerme. Pese a lo raudo y torpe de su ejecución, no tardó en generarme alaridos y contracciones. El satisfacernos, al igual que nuestra relación, era una extravagante lucha de poder, ¿pero cuál era el objetivo o el premio? Si ya estábamos sometidos uno al otro desde hacía tiempo. Quizás era porque nos percibíamos tan distintos en la apariencia y en los modos, sin embargo, el Creador había usado idéntico material y procedimiento en la elaboración de nuestras almas; pues ellas eran un calco de la otra, tanto, que olvidó separarnos y terminamos naciendo del mismo árbol aunque en diferente rama. Tal vez era una prueba. Él gustaba de hacerlas, al parecer encontraba un raro placer en ellas, así como Neto y yo lo teníamos en la mutua compañía.
Yo lo devoraba y él a mí. Sus dedos seguían con su juego “meter y sacar”, mi boca con el “libar y lamer”.
—No puedo más, quiero cogerte —confesó atribulado y frenético por el deseo.
Me preguntó si yo traía preservativos, estiré el cuerpo y la mano por una de las orillas de la cama para dar con mi pantalón; de la bolsa saqué uno que primero le mostré, y luego aventé al aire ignorando su caída. Neto trató de sonreír, pero estaba demasiado afectado por su palpitante pasión. Se escupió la mano para engalanar su triunfal entrada.
—Ya siéntate —me expresó suplicante.
Me mordí los labios y retomé la postura sobre él. Guiándome, me auxilió para acomodarme a su altivo y encendido orgullo por debajo; lentamente mi carne le abrió paso a su carne, como la corte recibe al rey. Apreté los dientes por un intenso e inusitado dolor, él me rodeó por detrás con sus manos y brazos para aminorar el impacto de su recibimiento.
Nuestras caras se afligían y solazaban por el éxtasis de la unión; entre los dos nos turnábamos la batuta del ritmo, él rápido, yo lento; sin embargo, el armazón de la cama no demoró en rechinar. Nos pronunciábamos halagos repletos de voluptuosidad, en medio de gemidos y resuellos. Nos subyugamos a un bamboleo de caderas exaltadas por una armonía afrodisiaca.
Estaba por ocurrir el desenlace, pues su pelvis se agolpaba cada vez más rápido y fuerte contra mí; las manos ya no sabían qué asir bajo sus palmas, y nuestros besos se irrumpían por culpa de los violentos quejidos, que en instantes se habían convertido en un largo bramido. Los cuerpos brillantes, barnizados por el sudor, se tensaron antes del colapso; Neto tembló, y convulsionó anunciando una vesánica explosión que de inmediato sentí tibia, abundante, y disparada con gran violencia, en mi interior. Presenciar la rendición de sus sentidos ante el poderoso clímax, me ayudó a regarle el vientre, como él lo hizo en mis adentros. Desfallecí agotado y trepidante, reduciéndome a sus brazos; nos besamos por enésima ocasión, aún aquejados por el delirio y los resquicios orgásmicos. No podíamos hablar, sólo nos mantuvimos acurrucados, aguardando que el alucinógeno sensual nos abandonara, y nos devolviera la facultad del lenguaje.
Ya era de noche, quizás cerca de las nueve, y le anuncié que me daría una breve ducha.
—Espérate, flaco. ¿Por qué la prisa? Ahorita vas, nomás deja que salga la luna —declaró.
Le sonreí un tanto ruborizado, le alegué que ya era muy tarde, y aún teníamos que conducir; él se quejó, y confesó sentirse en extremo cansado; entonces se envolvió en las sábanas, mientras yo me dirigía al baño. El agua tibia me refrescó, y repuso un poco mis energías. Cerré la llave de la regadera y lo escuché hablar con alguien, seguro estaba al teléfono. Agarré la toalla para cubrirme y me acerqué a la puerta.
—¡Qué no mujer! Se nos hizo tarde —supuse le explicaba a Elena el motivo de su tardanza— no ando solo, estoy con el flaco. Vinimos a Torreón a comprar unas cosas. Pues hare todo lo posible, pero si no, hay llegamos mañana. ¡Pos temprano mujer, en la mañana!
Salí del baño y me senté sobre la cama para secarme. Neto habló unos segundos más y después colgó. No le hice comentario alguno sobre el asunto, hasta que él mismo decidió darme una explicación, la cual yo no había pedido.
—No es tan controladora como parece, a veces le dan sus loqueras.
Y yo le dije que todavía más cuando se trataba de mí. Aproveche la oportunidad y lo cuestioné al respecto, si la había enterado de nuestra situación.
—¡Ah chinga, no! ¡Cómo crees! Nunca me ha dicho que le caigas mal, pero pos tonta tampoco es. Las mujeres tienen esa cosa que les ayuda a adivinar cosas.
Y rematé su oración al mencionar la palabra intuición.
—¡Ándale! Eso mero, la intuición… ¡Chingaderas qué!
Se echó a reír, dejó el letargo y se fue al baño; esta vez para asearse él. Desde ahí, me preguntó si traía un calzón limpio, pues había cargado mi maleta conmigo. Le respondí que sí, y le dejé un bóxer color blanco sobre la cama. Acabé de atarme las agujetas de los zapatos, y me puse el saco, porque de repente el aire frío me importunó. No demoró en salir, resplandeciente y seductor, a realizar su rito de acicalamiento. Qué bien rellenaba aquellos calzoncillos, no dudé en incitarlo a usar el corte brief. Rio y contestó que no, porque los sentía muy apretados. Yo le rebatí, “quizás en una talla grande”, pues los míos eran medianos. Sonrío y accedió a comprar algunos.
Me quedé pensativo sobre la cama, no me di cuenta de ello, hasta que Neto lo hizo evidente.
—¿Pos en qué tanto piensas, flaquito?
El empleo del diminutivo me advirtió de un cambio radical en su actitud. No di importancia al asunto por el momento, y le dije que tenía hambre.
—Yo también tengo un chingo, ¿vamos por unos tacos o algo, no?
Acepté y me puse en pie, fui al baño para aliñarme la ropa frente al espejo, él me miraba desde el marco de la puerta.
—Pinche flaco, ¡te ves bien guapo, cabrón! —confesó acercándose a mí.
Entonces me dio un beso tan pasional, que de no ser por el apetito desmedido que tenía, hubiésemos acabado en el suelo, gozando de lo venéreo otra vez.
Un empleado del hotel nos recomendó un puesto de antojitos, muy famoso y endémico del lugar. Con el estómago satisfecho, y la fuerza restaurada, regresamos a saciarnos del manjar sensorial, que producía nuestro enlace corporal. Al llegar la madrugada, nos dimos por vencidos, y no supe más de mí, hasta que el sol del mediodía me inmoló el rostro.
Neto miraba la televisión, o eso quería hacerme suponer; pero apenas se oían las voces, estaba casi en silencio, y sus ojos iban más allá de las imágenes en la pantalla. Le di los buenos días, y caminé hacia el baño; me hizo algunas sugerencias, a las que accedí por mera cortesía. Cerré la puerta tras de mí, y me recargué en la pared, la frialdad de su material me hizo acabar de despertar.
“¿Ahora qué?”, me pregunté a mí mismo; era tiempo de la elección, de la temida toma de decisión. Quizás estuve mucho tiempo meditabundo, porque él entró, y me halló aislado en mi cabeza.
—Apúrale, ya debemos regresarnos. Elena ya me llamó más de cuatro veces. Nomás le contesté las dos últimas, pero no tarda en hablarme mi papa. ¿Me oíste, flaco? ¿Flaco? ¡Flaco!
Reaccioné, y sin más afirmé. El tiempo del amasiato se había agotado, quizás habría otra oportunidad más adelante, en unos días, o en unos meses. Mientras me vestía, reflexionaba si aquello me llenaría, si un par de encuentros clandestinos en sitios de esta clase, bastarían para saberme realizado.
“¿Cuántas horas al año serán?”
¿Cuánto durará la novedad? ¿Cuánto podría sobrevivir el amor con un sustento así? ¿Cuánto duraría su pureza al verse mancillado por mantenerlo escondido? El mayor cuestionamiento:
“¿Qué esperabas de todo esto, Alberto? ¿Qué?”
La pregunta iba y venía por mi mente, sin dar con la respuesta.
Recogimos nuestras pertenencias, y abandonamos la habitación, liquidé la cuenta en la recepción, y fuimos hasta el estacionamiento.
Neto me dio indicaciones para que lo siguiera, y lo escuché atento, porque no me atrevía a enterarlo de mi resolución. Hablaba y hablaba, mas de pronto lo interrumpí.
“No pienso regresar”.
—¿Qué? —expresó confundido, cruzándose de brazos.
Yo le repetí mi decisión.
—¡Ay flaco!, ¿por qué?, ¿qué pasa ahora?
—No puedo volver allá.
—¿Por qué no?
—Porque no podré fingir, pretender que esto no pasó. Mírame, date cuenta, cuán feliz soy, ¿crees que pueda adjudicar esta felicidad a otra razón, y no a la correspondencia del amor?
Rápido, Neto hizo perdidiza la mirada, no estaba acostumbrado a que le hablaran de esta forma; a consecuencia sus mejillas se ruborizaron, y su rostro se embargó de cierta vergüenza. Entonces, lo tomé de la cara con ambas manos, y le dije:
“Mi cielo, mi tierra, mi aire; no puedo aparentar no amarte como te amo. Debes saberlo, sólo regresé motivado por el encuentro contigo. Bien sabe Dios, desde hace mucho; renuncié a todos ellos, cuando decidí amarte por completo a ti”.
—Alberto… —musitó.
—Ya lo sé, nunca me has pedido nada, fue mi decisión. Pero ellos jamás van a entender este sentimiento; me lo reprocharán, lo juzgarán y lo maldecirán. Y no quiero exponernos a su escarnio, ni a su sentencia. Yo no necesito nada más, únicamente a ti. Por esta razón no puedo volver.
“Porque no podría verte más al lado de ella, y simular un afecto que en nada se parece al que de verdad te tengo; no podría, no después de haber gozado del amor al calor de tu abrazo”.
—Siempre has sido un egoísta, flaco; siempre pensando en ti primero, ¿pero en mí? ¿Te has puesto a pensar en mí? ¿Cómo le voy hacer yo?, ¿cómo regreso a eso, sin que esto me carcoma los sesos? ¿¡Cómo?! Es muy injusto. Nomás regresastes pa’ envenenarme el alma, emponzoñarme la razón con tus cosas; hecho tu trabajo, te vas —acto seguido me agarró de los brazos, y apretándome me declaró—. Enfrenta las consecuencias, no seas collón.
Con sus declaraciones, advertí que su amor por mí era idéntico al que yo le había profesado en mi adolescencia: rebelde, impetuoso, salvaje, arrebatador, con el vigor exacerbado; y alimentado, en principio, por un deseo sexual. En cambio hoy, el mío mantenía todas aquellas características; empero había crecido, madurado; sabía dominarse, contenerse; conocía el respeto, el sacrificio; entendía lo posible, lo imposible; mucho más, tras haberse consumado. Pero Neto, por más que lo analizaba, no lograba comprenderlo; no lo entendía, solamente juzgaba y me tildaba de cobarde. Parecía que ahora él era el adolescente, y yo el hombre.
—No seas tonto, ¿a qué podría tenerle miedo? Si mañana el mundo nos diera la espalda, tengo todo para protegernos: salud, dinero, y lo más importante, el amor. Poseo todo para ofrecerte una vida nueva, incluso mejor que ésta. No es cobardía; si quieres ponerle un nombre, llámalo precaución.
—Eres un hijo de la chingada, flaco —sentenció soltándose, y alejándose de mí—. Son puros pretextos. Lo sabía, lo sabía, ¡lo sabía! ¿Nomás querías quitarte la espinita conmigo, verdá? Todo tu cuento nomás fue pura pendejada pa' envolverme.
—No.
—¿No?
—No.
—Vete a la chingada…
Dicho esto, furioso se encaminó hacia su camioneta. Decidí seguirlo, porque quizás, aquella sería la última vez que lo vería.
Lo detuve antes de que se subiera al vehículo; reaccionó, me empujó, y me lanzó tres puñetazos; de los cuales, alcancé a esquivar sólo dos; el otro me dio en la boca, reventándome el labio inferior. Él bufaba de rabia, mas cuando vio brotar la sangre, olvidó su enojo, y presto, se acercó a auxiliarme.
—¿Estás bien, flaco? —expresó verdaderamente alarmado.
Me asió de las mejillas, y me besó el rostro, una y otra vez—. ¡Perdóname, por favor!
No sé por qué, pero me reí al verlo actuar de aquella manera tan cariñosa y sensible, algo inusual en Neto. Él intuyó el motivo de mi risa, y me dio un nuevo empujón. —Te voy a meter otro pa’ que te sigas riendo.
—No, por favor —dije aún entre risas—, ya tuve suficiente con éste. Mejor abrázame…
No se opuso a mi deseo, enseguida me abrazó. Le volví a expresar mis sentimientos. Lo besé; entonces, fui capaz de dejarlo ir.
Toma—y le di una tarjeta con todos mis datos—, háblame o visítame cuando quieras. Siempre estaré ahí para ti. Únicamente te pido, no compartas con nadie esa información; en especial, con tu tío Claudio. Avísale que le devolveré el auto en cuanto llegue al aeropuerto, lo mandaré con un chofer.
Retrocedí despacio para mirarlo cuánto más me fuera posible. Di la vuelta y lo escuché llamarme.
—¡Espérate! —exclamó aproximándose nuevamente hacia mí—. ¿No vas a pedírmelo? ¿Ni siquiera vas a intentarlo? Si me pides que me vaya contigo, me voy. Pídemelo, pídemelo; y sin dudarlo, me voy contigo.
“¡Otra prueba, Señor! ¿Quién crees que soy? ¿Abraham? ¿Job?”
Suspiré para disimular mi inusitada emoción. Aunque era mi más grande anhelo hacerle esa propuesta, también estaba muy consciente de nuestra situación.
¿Acaso no era la revelación de mi amor, un manantial del cual abrevar para aliviar la resequedad originada por la rutina y monotonía del matrimonio? ¿Acaso no tenía una vida construida e incluso había echado raíces en aquel lugar? Demandarle semejante acto, sería como arrancar una rosa de la tierra que la hace florecer radiante y hermosa, para obligarla a retoñar, con esas mismas características, en una maceta bajo un clima extraño. Además, la madurez de nuestros sentimientos era demasiado desproporcionada, como para confiar en que, por arte romántica y milagrosa, cualquier problema se resolvería. Mi amor por él estaría cansado, quizás hasta moribundo, cuando el suyo por mí apenas fuera a madurar; pues conforme la pasión y el brío fuesen mermando con el paso de los años, y únicamente quedara nuestra mutua compañía, el amor, al igual que la rosa, se marchitaría.
Los remordimientos por el abandono de esa vida, tarde o temprano, lo acosarían; y porque lo conozco, sé que acabaría maldiciendo su elección por mí; porque él acabaría añorando los viejos tiempos, y “el hubiera” regiría su pensamiento; causando que el amor se fuera fragmentando, hasta caerse pedazo a pedazo, idéntico a los pétalos de aquella rosa moribunda.
Así, aunque fuese lo que yo más anhelara, rehusé su oferta; él debía tomar esa decisión solo, y no persuadirme a mí para verse empujado a realizarla. Tal vez Neto no entendía la magnitud de su proposición; porque muchos son los que alaban la muerte de Julieta, pero pocos se dan cuenta de la falta de razonamiento en sus acciones.
—Estás muy enraizado a este lugar, Neto. Si acepto me acompañes ahora, desde este momento, nos estaríamos condenando al fracaso. Tienes muchos pendientes acá, necesitas aclarar tu mente, poner orden en tu cabeza, y ya… Ya después… Verás todo con mejor óptica. Y no me malentiendas, feliz sería de llevarte conmigo; pero eso me convertiría en aquello de lo cual tanto me acusas: de un egoísta.
Me llevaba su amor conmigo, narrado y conservado a través de nuevas memorias, que estarían a mi lado hasta el día de mi partida final.
Lo abracé una vez más. Luego fui hasta el automóvil, subí en él, metí la llave, le di vuelta; y con el pie sobre el acelerador, el motor resonó, y las cuatro llantas por fin me hicieron avanzar. No lo miré, no porque no quisiera, pero no quería arrepentirme de mi decisión.
Ese día lloré muchísimo, como no lo hacía en años; hasta tuve que pararme sobre la carretera, porque los ojos se me nublaban de tanta agua; sin embargo, cuando el llanto terminó, el cuerpo y el ánima finalmente me habían descansado; había quedado en paz con él, conmigo, con todo.
Regresé a mi vida, y hallándole un renovado interés, comencé a disfrutarla. Pasaron los días, los meses, después un año, y no tuve noticias de él. Pero al siguiente, con la excusa de la Navidad, me escribió un escueto mensaje; el cual contesté muy emocionado. Al próximo me hizo una llamada, que duró horas. Hasta que un día, sin haberlo creído posible, él apareció en mi puerta. Lo toqué y lo ceñí con fuerza, porque me parecía irreal tenerlo ahí delante de mí; habían pasado seis años desde nuestra última reunión.
—¡Flaco! —había exclamado, ofreciéndome sus brazos— espero no ser inoportuno, porque vine a pasarme unos días contigo.
Por supuesto, no lo fue. Nada pudo hacerme más feliz. Y con cada visita, esos días se convirtieron en semanas; luego en meses, y por último, en una vida entera. Antes de venir, él ya había resuelto todo en el Paso del Norte. Al principio fue difícil, nada sencillo arrancarlo de aquella vida; pero los dos estábamos dispuestos a intentarlo, no fue fácil acoplarnos, sin embargo, teníamos muchas ganas de estar juntos. Neto terminó mudándose a Canadá; a México iba dos tres veces al año, primero, para ver a sus hijos; segundo, para traer su ración de tortillas y chile verde. Tiempo después, re-adopté nuevamente el apellido Duarte, mas esta vez por un trámite legal.
No sé si esto era disfrutar del anhelado final de cuento, pero después de mucho padecimiento, al fin me sentía completo.

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