Recuerdo —Paso del Norte— Parte 2


Parte 2. REENCUENTRO Memorias Queridas

Permanecí abrazado a Neto, sólo sabrán los cielos cuánto tiempo, porque me pareció apenas unos segundos; podría haberme pasado aferrado a él la vida entera, pero debía separarme y necesité fuerza sobrehumana para hacerlo. Lo solté, muy a mi pesar; y lo intuyó, pues se mantuvo unido a mí por un rato más, descansando su brazo sobre mis hombros y asiéndose de uno de ellos, de vez en cuando. Quise abrazarlo de nuevo, tenía un novedoso y exagerado ímpetu quemándome por dentro. Sin embargo, no me atreví. Únicamente lo observé embelesado. Me preguntó sobre mi vida foránea y respondí a todas sus dudas con infinidad de detalles y explicaciones, no podía detener mi boca. Él me escuchaba atento, sonriéndome. Y yo no podía estar más ocupado, admirándolo.
El tiempo no había atropellado su belleza, sólo la había acentuado. La edad de los tres decenios y casi un lustro, le confería un atractivo halo de madurez. Aún poseía ese parangón físico con el famoso autor de La camisa negra. El cabello bruno y liso ondulado que aún peinaba hacia atrás; el rostro redondo, y la frente rectangular que fruncía al enojarse; las cejas alargadas y pobladas que parecían pintadas con fina técnica; los ojos claros, grandes y expresivos que siempre decían más que sus palabras; la nariz larga y perfilada; los labios medios y carnosos, rodeados por una barba completa y delicadamente recortada. Lucía más corpulento, aunque su cuerpo se había engrosado, seguía siendo llamativo; idéntico a un roble, bien plantado en sus dos pies sobre el suelo, con piernas y brazos fuertes y vigorosos, que se entallaban bajo su atuendo de mezclilla, algodón y cuero. El pecho le henchía de fuerza y el abdomen de vasto alimento.
Yo trataba de imaginarlo sin todo ese atavío envolviéndolo, aprisionándolo; quería disfrutar de su piel adosada con el signo de masculinidad; aspirar la fragancia de sus cabellos, la de detrás de sus orejas, la de su cuello, axilas y entrepiernas. Quise interpretar los efectos de los años, pero no pude más que tomarle de las mejillas, y morderme los labios para disimular mis ganas. Por qué ansiaba tanto darle un beso, por qué quería posar mi boca sobre la suya, y apropiarme de su aliento y saciar un precipitado deseo que comenzaba a hervir al calor de sus ojos, al contacto de su sonrisa, al sonido de su voz suave, pero decidida. Desde mis entrañas afloró una pasión adormecida y salvaje, dulce y erótica, cálida y peligrosa. Él sonrió hasta reír porque no fue capaz de ocultar el nerviosismo que le había suscitado.
“Detén mi lasciva desenvoltura”, le rogué con la mirada. Pero no lo hizo, ni se alejó ni me sancionó. “Si te besará justo ahora, ¿me detendrías?”.
De súbito acerqué mi cara a la suya. Lo observé de nuevo, él no dejaba de mirarme también. Lo haré, me dije; lo haré, te voy a dar un beso. Porque he esperado mucho tiempo para hacerlo. Mis manos sobre tus mejillas, sintiéndote; mis ojos contemplándote con devoción, lo mismo le sucedió a Selene con Endimión.
Y atrapado en su mirada, navegué hasta un lejano día en la playa. Un paseo familiar. Yo tenía apenas cumplidos los siete, él estaba cerca de los trece. Aunque mis padres todavía estaban juntos, mi madre no asistió por su demandante trabajo. Ella me había regalado un costoso muñeco articulado, de esos muy de moda en los años noventas, un fantástico superhéroe que llevaba a todos lados sin importar la ocasión. Bien me advirtió no llevarlo al viaje, pero al fin niño, la desobedecí y astutamente lo oculté en mi mochila. Después, entre el ajetreo, olvidé la advertencia materna.
Recuerdo, Licho me miraba un poco celoso por el juguete; y en un inesperado acto de compasión, pues como hijo único casi no aprendí a compartir, se lo presté. Siguiendo mi ejemplo, se puso a jugar con él muy cerca del mar. Neto, quien había presenciado mi muestra de nobleza, se acercó y sonriéndome, se sentó a mi lado para disfrutar del paisaje. Entre saltos y carreras, los dos vimos al muñeco resbalar de las manos de Licho, y caer al agua. No tardé en sollozar por la pérdida, y antes de generar cierto rencor hacia aquél, Neto me abrazó fuertemente, y con ello no permitió que en mí floreciera tal sentimiento negativo. Susurrándome palabras de consuelo al odio, me incitó a una búsqueda de rescate entre las olas. Su intención no fue encontrar el juguete, sino mantenerme dentro del buen humor y la alegría de aquel día. A su lado, el dolor acabó por disiparse, no pude llorar por el héroe caído, porque ese día conseguí uno real, de carne y hueso.
Desde ese momento, él se convirtió en mi modelo a seguir. Cuando yo fuera grande, sería igual a él. Nunca supe cómo, al paso de los años, la admiración se transformó en un profundo y cálido sentimiento. No es algo que haya planeado o con lo que me haya encaprichado, sucedió así sin más. Y mucho tiempo viví agobiado por dos motivos: el que fuera un hombre y el lazo sanguíneo que nos unía.
Mi madre y su acérrima fe me afligieron a muy temprana edad, dejándome muy en claro, la voluntad del Señor y sus preceptos bíblicos. Atemorizado con el fin de los tiempos y la destrucción de los inicuos, pasé mucho tiempo juzgándome por lo que sentía. El divorcio de mis padres me ofreció una salida a todo este debate teológico. Fue más fácil sobrellevar la frustración, y el vuelco de los sueños de mi padre en mí, que el fervor religioso de mi madre; además de que con ella, me hubiese ido al sur del país y mis visitas al Paso del Norte se hubiesen visto mermadas.
Aunque las duras enseñanzas de mi madre no me dejaron del todo, aprendí a manifestar mi propia creencia. Recurrí a la biblia, el libro sacro con el que ella todo justificaba, y hallé pruebas que respaldaban la naturaleza de mis afectos. ¿Acaso no fue Rebeca prima de Isaac? ¿Y Jacob de Lea y Raquel?, ¿o no sintió un gran amor el rey David por el príncipe Jonatán? Fue así como luego de juzgarme, opté mejor por entenderme. Quizás el creador podría castigarme por mis demás faltas, pero no por mi amor, un sentimiento concebido en la inocencia y alimentado por el respeto y la fascinación. Pensar en él, como debería pensar en una mujer, no me hizo sentir distinto; me tilde homosexual hasta que mi raciocinio y medio social necesitaron de ese denominativo para definir mi gusto. Sin embargo, no desarrollé ni expresé mi sexualidad abiertamente, no por falta de oportunidades o temor, más bien por una promesa que cumpliría hasta volverlo a ver.
Regresé del viaje tiempo atrás, y de las meditaciones que su imagen me causó. También él parecía estar en las suyas mientras me observaba. Dirigí mi mano detrás de su cabeza, lo agarré de la nuca para que no pudiera evitar mi demanda. Me acerqué más, sin importarme si la tía Constanza seguía con nosotros. Tras verlo una y otra vez, perdí el arrojo y acabé solamente por abrazarlo con total ansiedad, apretándolo, desesperado aferrándome a su ropa. Era como si aquel niño hubiese recuperado el muñeco que las olas le habían arrebatado.
La energía flaqueó en mis manos, mis brazos languidecieron y despacio le brindé su libertad. Entonces, él me abrazó con mayor fuerza, una tan poderosa que sentí dificultad para respirar. Después de unos segundos, busqué la separación porque las ansias podían traicionarme de un momento a otro. Pese a que estábamos solos, pues la tía Constanza seguramente se había marchado durante nuestra conversación, puse distancia entre nosotros advirtiendo una llegada repentina.
Y no tardamos en escuchar pasos acercándose, yo metí las manos en las bolsas del pantalón, él se alejó un poco de mí; eran un grupo de mujeres, las cuales me hablaron con toda confianza; por su algarabío saludo deduje que tres de ellas eran sus hermanas. A Rita la mayor y la más benévola, la saludé con cariño sincero, mientras que al otro par, a Justina y Lourdes, las menores después de él, no fingí emoción por verlas de nuevo, pues eran unas hipócritas y pretensiosas iguales a su madre. De niños habíamos empatizado, pero de adolescentes nos habíamos odiado. Soporté muchas de sus majaderías y desplantes sólo por permanecer cerca de Neto, y por él, me apegué al protocolo de las buenas costumbres para estas situaciones.
Alguien lo llamó por su nombre completo, Ernesto. La última mujer del grupo, era Elena, su esposa. Fingimos sorpresa al encontrarnos y con esa misma emoción nos dimos la cortesía del saludo. Entre ella y yo siempre existió una extraña rivalidad, no sé si su intuición le advertía de mí, o quizás Neto la enteró de nuestra peculiar relación; pero ambos nos incomodábamos con la presencia del otro, más ahora que yo regresaba envuelto en un halo de extranjera belleza. Y Neto sabía de este desagrado, al principio trató de amistarnos, mas al resultarle imposible, procuraba desaparecer de cualquier lugar donde ella y yo estuviéramos reunidos.
Y esta vez no sería la excepción, Neto pensaba escabullirse, pero su esposa lo mimaba así como lo informaba sobre los pormenores del rezo, pues ella se encargaría de las letanías por el eterno descanso del alma del abuelo. Él pocas veces me dejaba atestiguar demostraciones amorosas con su esposa, aunque cuando las permitía, eran movidas por el coraje, los celos o la indiferencia. Ella le dijo unas cuantas cosas más al oído, después él desapareció entre la multitud y ella se dirigió al centro del patio para coordinar los actos sacros. Me quedé solo con sus hermanas y me insistieron para ir a saludar a su madre, no tuve más opción y acepté. La señora seguía siendo la misma grosera y altanera de antes, ahora estaba atada a una silla de ruedas y su carácter era doblemente peor. A pesar de que disimulaba, su alegría por verme era más que falsa el oropel. Afortunadamente, Neto reapareció y logré evadir a su desagradable familia. Siempre me cuestioné cómo fue posible su nacimiento de tal progenie.
—Ven, flaco —me dijo con tono dulzón y cargando a dos niños en sus brazos—. Acompáñame tantito.
Me disculpé y fui hasta él. Me dijo al oído que la tía Constanza le había expresado mi deseo de descansar del viaje. —Vamos pa’ la casa, acostaré a los chamacos y pos sirve que te duermes tú también, te hace falta después del viajezote que te echastes.
Sonreí ruborizado y acepté su ofrecimiento. Dijo que su casa no estaba lejos, pero era necesario irnos en su camioneta, pues tenía que llevar a sus hijos también. Eran cuatro: dos niños, uno de diez y otro de seis años; y dos niñas, una de cinco y otra que tenía unos meses de nacida. Cuando me los presentó, lo percibí un tanto incómodo; quizás pensaba que, en cierto sentido, saberlo realizado me molestaría. Y no voy a negarlo, si me molestaba; pero era una sensación habitual desde que lo había escuchado dar el “sí” en el altar. Podía con las dos criaturas en brazos, y al mayor lo hizo caminar somnoliento; se admiró ante mi propuesta de ayudarle con uno. Me dio a la niña de cinco, él cargó al mayor.
Iniciamos el trayecto a su casa, el cual no era largo, pero el silencio lo hacía parecer así; no hablamos de nada durante los cinco minutos que duró. Llegamos a un terreno llano, cercado con una malla grisácea y con algunas plantas cubriéndola. En medio estaba una casa, del mismo estilo que las demás. Él se bajó para abrir el portón, metió el vehículo y lo estacionó casi frente a la puerta. Entramos y vi que la vivienda era bastante amplia, era una casa cuadrada, con un pasillo que comunicaba a la sala y estancia, a la cocina comedor y a las habitaciones, al final del pasillo estaba el baño con regadera y agua potable. Me indicó donde dejar a la niña que cargaba en mis brazos; mientras él acomodaba y arropaba a los otros, yo observé los detalles que mencioné. Habiendo terminado con sus hijos, me señaló la habitación de enfrente y me dijo.
—Ese es mi cuarto, acuéstate ahí.
Al escuchar su sentencia, el corazón me palpitó convulsionado, ¿acaso reviviríamos los viejos tiempos, él y yo compartiendo una misma alcoba? Las manos se me estaban poniendo frías por los nervios.
—Yo voy a quedarme tantito con uno de los chamacos, luego me regreso al velorio.
Y con el sentimiento de frustración gobernándome la cabeza, le cuestioné qué pasaría si su esposa venía y me encontraba en su lecho conyugal.
—Ella no va venir, se va ir a casa de mis hermanas; allá tienen a Lupita, la niña más chiquita. No te preocupes, descánsate a gusto.
Le sonreí modestamente, luego atravesé el pasillo y cerré la puerta tras de mí, quedándome sólo el cantar de los grillos y la decepción de mi propio corazón. Dentro, me sentí como en un recinto sagrado, un antiguo santuario que el aventurero mancilla por curiosidad. A mi lado estaba el tocador lleno de bagatelas y aditamentos personales; las cosas de él, las identifiqué en seguida; un par de colonias que se piden por catálogo, un desodorante con aroma fresco de los que él siempre había usado, y su peine con algunos dientes chuecos. Enseguida lo visualicé, él saliendo de la ducha, con la toalla enrollada en la cintura, acicalándose el cabello húmedo con los dedos; su cuerpo reluciente y oloroso a jabón, su pecho y torso brillantes por los restos de agua que le quedaban sobre los vellos. Era un ritual que la esposa bien podría observar tumbada desde la cama que estaba frente al tocador.
Ese tálamo testigo del amor y la pasión, de las gélidas y febriles noches, de los tiernos y candorosos despuntes de sol, de sus ardorosas ganas de procrear y rellenar el mundo; sábanas y cobijas que guardaban los humores y formas del día a día. Supuse que él dormía del lado derecho, pues había una silla que hacía de buro y perchero, que sostenía algunos de sus cinturones y gorras. Había una ventana que filtraba la luz de la luna, y pensé en las noches que no pasé pidiéndole a la nacarada dama, como en aquella canción de Juan Gabriel, que cuidará de él.
Y de nuevo, lo imaginé ahí, acostado, rendido por el cansancio del trabajo laboral, del paternal y hasta del marital. Me sentí nuevamente la deidad lunar abstraída por el pastor, hijo de Zeus. Miré sus cinturones, sus gorras, y no teniendo suficiente con ellos, busqué en el costado opuesto de la cama, en el gran ropero pegado a la pared; revisé sus pantalones, la mayoría eran de mezclilla; sus camisas de variante en el cuadriculado, pero de un constante oscuro en los tonos del color; sus playeras, casi todas con algún estampado o leyenda comercial; su ropa interior estaría acomodada en los cajones del tocador. Yo era igual a un fetichista que encontraba satisfacción contemplando y tocando aquellas cosas. Me quedé unos momentos frente a la cama soñando, ridículamente, que esa era mi vida y él era mío.
—¡Flaco! —exclamó Neto, tan susurrante que lo creí parte de mi ensoñación. Pero de pronto, al advertir su mano sobre mi hombro y encender la luz, supe que era real— ¿por qué no te has acostado? ¿No estás cansado o qué fregados?
Di un ligero salto que él pareció no percibir, lo miré de nuevo con la misma sonrisa de hace un rato. Me justifiqué diciéndole que me había quedado pensativo por unos instantes. Ahora fue él quien sonrió, luego dijo que venía por una cobija. Fue al ropero y hurgando, como había hecho yo, se puso a silbar quedamente una canción que recordé sin problemas, La luna y el toro. Suspiré al escucharlo entonar esos versos, de los que siempre me ufané la dedicación, era igual a recibir una serenata.
“¿Por qué cantas ahora y por qué has elegido esa canción?”, “¿Es mi recuerdo causándote desvaríos, como el tuyo me los ha provocado a mí?”
Con estas incertidumbres, caminé hasta el lado de la silla y empecé a desvestirme; doblé y coloqué toda mi ropa sobre ésta, quedándome únicamente con el bóxer. Cuando Neto volteó para despedirse, se quedó atónito unos segundos; reconocí esa mirada, la misma que habían tenido otras mujeres y hombres, al admirar mi cuerpo embarnecido por la edad y forjado por el deporte de Ontario Parks. ¿Tan distinto era al que él conoció antes?, quizás.
Tartamudeó al ofrecerme ropa para dormir, agradecí su gesto con una sonrisa socarrona y acepté su propuesta. Me acerqué a él para comprobar si eran ideas mías, o si de verdad estaba nervioso por tenerme casi desnudo y en su cama. Tal vez, sólo admiraba la belleza de una complexión masculina bien formada; quizás hasta la envidiaba, pues aunque él no era esbelto ni tampoco un obeso, no estaba tan definido.
Sin embargo, si él ponía interés a los síntomas de mi afección, podría vislumbrar el deseo y la ansiedad que, por su cuerpo, me dominaban desde nuestro reencuentro. Si pudiera permitirme probar sus besos, catar su sudor, saborear su piel, y degustar su sexo enardecido; comprendería el alivio y regocijo que su carne y espíritu serían capaces de brindar, a un enfermo con el mal de Romeo como yo.
Me puse el pants y la playera que me dio. Finalmente confesó su fascinación por mi anatomía al recalcar lo cincelado de los músculos.
—Creo que… —dijo de repente— debería echarme un regaderazo. Todo el día anduve en la calle y huelo medio apestoso. Y cuando uno está marrano —y se golpeó ligeramente el vientre con ambas manos— pos más hiede. Ni modo que me acueste así, todo cochino.
Yo le rebatí, no tenía caso si pensaba volver al velorio, que mejor debería dormir, además casi eran las dos de la mañana.
—Pero es pa’ descansar mejor. Ni me voy a tardar nadita, nomás me mojo, una dos talladas, ¡y en un dos tres! Ya estoy afuera. Es que hasta me pica la cabeza, bien gacho.
Me dio más explicaciones y motivos, mientras agarraba la toalla y su ropa limpia; los calzoncillos los tomó del segundo cajón del tocador.
—Regreso —musitó.
Desde el marco de la puerta oí el agua de la regadera caer. Me aferré a la pared tratando de no salir apresurado hacia el baño, correr la cortina de hule y hacerme una estampa más fidedigna que la que mi morbosa creatividad pudiera elaborar. Si su propósito era trastornarme, al grado de no reconocerme a mí mismo; podría enorgullecerse, porque lo había conseguido. Si fuera el quinceañero de antes, me habría tumbado en la cama para masturbarme con el simple ruido del agua, imaginando el recorrido del líquido por toda su estructura. Así lo hacía cada vez que él volvía del trabajo, se quitaba la playera frente a mí y flexionaba un poco los brazos, erguía el pecho y se acariciaba con voluptuosidad, para anunciarme su ceremonia del aseo.
En esas ocasiones también buscaba enloquecerme, porque tenía la picardía en la mirada y la travesura en la sonrisa. Neto jugaba conmigo igual que el gato con el ratón, avivando mi pasión como el soplo de aire al carbón encendido. Estaba demasiado excitado evocando memorias que me mareé, y tuve que apoyarme en el tocador. Jamás había anhelado tanto una cosa, como el hambriento al pan, el sediento al agua, el enfermo al bienestar; la máxima intimidad con él, pues era un deseo inacabado que se mantenía, desde tiempo atrás, con la esperanza de realizarse. Sentí disminuir el espacio dentro de mi bóxer, la soltura del pantalón disimulaba mi exaltada virilidad. “¡Basta, Alberto! No eres más un jovencito con las hormonas desatadas”, me repetía esto una y otra vez.
Alcé la vista, y encontré una fotografía de Neto y Elena puesta en el espejo del tocador. Ella estaba embarazada y él la abrazaba, de fondo podía verse la feria de Zacatecas.
Recuerdo, es esa a donde me llevaste porque estábamos peleados, e intentabas contentarnos. Él estaba celoso de Gonzo, quien regresaba de los Estados Unidos tras años de ausencia. Mi atención estaba puesta en él, y eso a Neto no le hacía ninguna gracia. No entendía, como ahora lo hago, su actitud descortés. Pero cuánto me placía hacerlo enojar, verlo enfurecer a la menor provocación, hacerlo rabiar de celos. Me ilusionaba tanto su reacción, porque quizás sentía una milésima parte del gran cariño que yo por él. Sin embargo, él a veces era demasiado cruel, como aquella donde hizo un alboroto porque yo no me bajaba de su camioneta.
Su hermana Rita le decía. —Llévalo, van a todos lados ¿qué tiene de malo?
Y él contestaba. —¿Cómo lo voy a llevar? Voy a ver a Elena, ¿y pa’ qué lo quiero ahí? ¿Qué va hacer mientras yo echo reja? No, no, no. Ya dile tú que se baje —le rebatía moviendo la cabeza y con las manos en los bolsillos de su chamarra de cuero.
¡Qué guapo y gallardo lucía! Tan apuesto y tan varonil, siempre iba tan presentable a visitarla. Qué mórbida envidia me causaba saberlo interesado en otra persona. Con mi imperiosa mocedad y exiguo atractivo me sentí tan en desventaja, que en algunas ocasiones maldije mi sexo, mi destino y mi suerte; como declara aquella canción de Flor Silvestre que a mi tía Constanza tanto gustaba. No había una fotografía de nuestra visita a la feria, sólo los recuerdos fragmentados dentro de mi cabeza.
Ni siquiera había sido una disculpa como tal, porque él jamás me la pidió. Pero nos extrañábamos; yo lo echaba de menos, y no dudo que él también a mí. Únicamente peleábamos, me hería y yo a él. Y un día apareció ataviado, como si fuera a verla a ella, oloroso a fragancia, bien peinado y vestido. Me miró con esos ojos expresando perdón y sólo me dijo: “vente”; y eso fue suficiente para complacerlo sin preguntar ni investigar.
Permanecí en silencio, admirándolo mientras conducía. Un par de horas después vislumbré en el horizonte los juegos mecánicos iluminados, escuché la música estrepitosa de la banda, y en el cielo destellaban los fuegos artificiales. La algarabía de la gente nos recibió y él me cobijó con su brazo, asiéndome bajo su protección. ¡Qué momentos tan más felices! Nos divertimos tanto, reímos y olvidamos las rencillas. Compartimos un algodón de azúcar y comimos buñuelos con atole blanco. No podía estar más entregado y devoto a él, con unas horas me había vuelto el ser más dichoso sobre la tierra azul; más cuando intentó ganar un premio en el tiro al blanco, y su mala puntería sólo consiguió una pulsera tejida que apenado ató a mi muñeca; era tan simbólico el acto, como la puesta del anillo en el dedo de la prometida.
Subimos a la rueda de la fortuna, el juego que a todos los enamorados emociona por la intimidad y el romanticismo atribuido a su tranquilo giro; y así cerramos con elegante broche, una increíble velada, una hermosa reconciliación. Lo recuerdo muy bien, mientras estábamos arriba contemplando el paisaje nocturno, tomé su mano igual al día en la playa, y él apretó con gentileza la mía. Y lo supe, en aquel tacto y en aquella mirada, él lo sentía vibrante en su pecho, naciente en su corazón, un sentimiento que si nos atreviéramos a nombrar, no podíamos poner otro denominativo que no fuera el de amor, sí, amor.
 Y en esa ocasión, bien podríamos haber saciado las ganas de este voraz apetito, que nos había consumido desde entonces; pero no estaba en la suerte tal acto. Aunque dormí a su lado, me limité como ahora, a sólo verlo; y ello me fue suficiente, me conformé. Pero esta vez no lo estaba, o no quería estarlo. En el fondo, debía aceptar que también había regresado porque quería intentarlo, quería una nueva oportunidad. Me recosté en la cama con la espalda recargada en la cabecera de madera y las piernas arqueadas, me puse a jugar con el celular para distraerme. Oí cerrarse la llave del agua, y lo oí secarse con la toalla su atezada piel, y no pude contener mi éxtasis; la respiración y el corazón se me aceleraron enseguida. Desvié la mirada de la entrada de la habitación, y regresé al teléfono; abrí aplicaciones que nunca utilizo para descubrir su funcionamiento, todo con tal de mantener mi mente canalizada en otra cosa, que no fuera el cuerpo desnudo y limpio de Neto. Comencé a temblar conforme lo escuchaba acercarse. ¿Iba a ser igual que antes?, ¿iba a caminará con la toalla cubriéndole muy poco el pubis?, ¿me tentaría como la serpiente hizo con Eva?
“¿Vas a provocarme un antojo de aquello que no puedo probar? ¡Recuérdame mis antiguas manías!, ¡revive mis viejos caprichos!, ¡acaba con mi escasa cordura!”.
Neto entró con la toalla sobre el cuello, vestido con un pants como el que me había prestado, y una blanca camiseta sin mangas. Respiré entre el alivio y la decepción, después presencié la ceremonia de su arreglo; y sí, la esposa tenía el mejor sitio; desde ahí, pude ver su espalda erguida mientras se peinaba, y los músculos de sus brazos tensarse al pasar la barra desodorante por sus axilas; también me deleité con aquellas caricias suaves que le dio a su piel cuando se untó la crema corporal. Pronto la recamara se inundó con el aroma de su presencia. Se dio la vuelta y comentó.
—¡Estoy listo! ¿Ya ves? No me tarde nadita —
Su cuerpo lucía apretado bajo el algodón, y ansioso por liberarse de éste; la forma de su pecho, sus pezones endurecidos, su vientre desmesurado, las piernas macizas, y hasta su miembro medio alzado lo delataban; todos se reproducían descaradamente en aquellos pliegues de tela.
—¿Qué haces tan entretenido con eso? —preguntó.
Y yo completé la frase que él no se atrevía a terminar: “¿teniéndome así, delante de ti?”. ¡Desde luego! En mi cabeza.
—Tú también estás esclavizado a esos aparatos. Bueno, pos es obvio ¿verdá?, la vida en el otro lado debe ser muy distinta a la de aquí, más laboriosa y ajetreada ¿no?
Yo le contesté que estaba sobrevalorada, pues la vida difícilmente se puede llenar con materialismo y opulencia. Me escuchaba atento, y se echó en la cama sin quitarme los ojos de encima, imitando al alumno que se concentra en la cátedra de un excelso profesor. Al finalizar mi discurso, rebatió.
—Pos no sé si te entendí bien todo, pero me quisiste decir que el lión no es como lo pintan, ¿no?
Asentí.
—Pos qué mal, uno se imagina una vida mejor; como en las películas gringas, acá el departamento moderno y lleno de lujos, los edificios gigantotes y las avenidotas con un titipuchal de carros. Digo las ciudades se ven bonitas, hasta parecen eso, de película.
Le comenté que algunas lo eran, pero nada para admirar cuando el vacío te gobierna.
—Pos tampoco te iba tan mal allá, ¿o sí? Porque duraste un montononón, un chingo de años, ya hasta se me había olvidado tu jeta cabrón.
Sonreí.
—Ni te pareces al de antes, cuando te vi hace rato me dije: “a este cabrón ya me lo cambiaron los gringos, ha de ser un pinche mamoncito de lo pior”; pero pos no, sigues siendo a toda madre.
Y me palmeó el hombro. Su toque me estremeció.
—Aunque la verdá, si cambiaste. Ahora andas todo dandi, caminas acá “muy muy” y mira —dijo acariciándome la cara— la piel suavecita, como de niña y tus manos siguen siendo de princesa —y agarró mis manos—, ¡no mames! ¡Siente!, estas manos si son de hombre trabajador cabrón, no de niñito consentido —alardeó.
Entonces tomé sus manos entre las mías, teniendo la libertad para hacerlo a disposición. “Qué manos tan grandes tienes”, le halagué sin que él usara una caperuza. Pude percibir la dureza, los callos y lo tosco de ellas; tan cerriles y adustas, pero tan hermosas y livianas. Impresionado, no tardé en proyectarlas sobre mi cuerpo, recorriéndolo, descubriéndolo; sintiendo su contacto áspero y raudo.
—¿’Hora qué? —me cuestionó mirándome a los ojos.
“Sólo dame una señal para actuar. Por favor dame un indicio para corroborarlo, para saber que no me estoy equivocando al confiar en las corazonadas que estoy percibiendo. Quiero una constancia, el consentimiento; dime que tú lo deseas, que tú lo apruebas; que no te importa traicionarla a ella, y al juramento que le hiciste en el altar, que esto es más grande y nos supera a los dos. Dame un indicio, yo haré el resto. Oigo tu cuerpo clamando por el mío, suplicándole caricias, abrazos, muestras prohibidas de un cariño carnal”.
“¿Por qué dudas? ¿Por qué meditas tanto? ¿En qué piensas al verme, o es que acaso piensas en ella? Temes verla cruzar esa puerta, y que nos encuentre en mitad de un idilio arcaico, un romance con sabor al pasado mancillando su lecho. ¿Qué le puede quitar a ella compartirte una noche conmigo? Ni siquiera es una noche completa, tan sólo unas horas”.
No la culparé por su egoísmo al no quererte concederme. Siempre ha sido dura con nosotros, aún no me explicó ¿por qué te casaste con ella? A su favor tiene el género y la manufacturación de la vida; pero yo te tengo a ti, todo este tiempo has seguido conservando esto contigo, pese a ti mismo”.
Era una maldición, no únicamente para mí, sino para los dos; ambos marcados por la moderna leyenda amoroso-platónica.
“¿Qué veía ella en nuestro trato que siempre rivalizó conmigo? ¿Qué le dijiste? ¿Por qué buscaba aplastarme como un insecto a la menor oportunidad?”
Recuerdo a la perfección esa ocasión, cuando el tío Cayetano estaba fascinado por un pastel que había probado en una pastelería de Durango. Alababa esa receta, y yo me ofrecí a reproducirla. Sin embargo, nunca he sido bueno en esos menesteres, lo hacía sólo para quedar bien ante los ojos de Neto; después de su matrimonio y despojado de toda esperanza, solamente podía aspirar a su buena voluntad, y nada más. Ella apareció con un pastel, con mejor finta que el mío, ganándose los elogios del tío Cayetano y la admiración de Neto. Era comprensible querer ganarse el cariño de su suegro, pero no el haberme ridiculizado con su comentario. Al menos, así lo sentí aquella vez; y todavía ahora, también.
—¿Pos qué le pusiste Betito pa’que te saliera así? —declaró con las manos sobre la cintura.
Respondí que lo básico: harina, leche, huevos, mantequilla…
—¡Pos qué raro! —Eso fue lo mismo que le puse al mío.
Después Rita me había revelado que las hermanas de Elena se dedicaban a la repostería, y compraban esas harinas preparadas en un mercadito de San Luis Potosí. Nunca entendí “lo perverso” de su acción, quizás sólo había sido imaginación mía; sin embargo, algo adentro me decía que yo no estaba equivocado. ¿Por qué lastimar a un mocoso inmaduro, si ella ya había ganado la guerra? Tenía a Neto, la había elegido por encima de mí, y yo sólo podía entonar aquella conocida canción de Ana Gabriel, que muchas veces canté en las borracheras. Pero al parecer, yo seguía siendo considerado una amenaza, ¿por qué?
Volví al presente. Neto estaba platicándome sobre su trabajo en la constructora de su padre; de cómo, sin quererlo él, se había convertido en el mil usos de la empresa.
—A veces le hago de mandadero, otras hasta de ingeniero agrónomo —rio.
Entonces me recosté completamente, quedándome de lado para escucharlo con mayor interés. Él estaba bocarriba con las manos cruzadas sobre el vientre. No sé cómo, pero me atreví a rozarle sutilmente el hombro con mis dedos; el índice y el medio, despacio, iban y venían por toda la zona. Neto seguía hablando, y yo más resuelto, descendí por el brazo con la misma rutina. Suspiró, y noté su piel sucumbir ante mi tacto; mis dedos se abrían paso entre los vellos de sus brazos, percibiendo su grosor y volumen. Puse toda la mano encima, y lo proseguí acariciándolo con libertad. Mis uñas se atoraban con las fibras de su camiseta, provocándole con el vaivén un ligero cosquilleo sobre el torso y pecho.
Y volviéndome aún más temerario, metí la mano dentro de su camiseta para deslizarme ahora por encima de su pecho. Los latidos de mi corazón se aceleraban con el aumento de los suyos; mi pulso incrementaba su velocidad conforme sentía su sedosa vellosidad doblegarse bajo mis palmas. Su respiración se apresuró al instante en que presioné sus pezones con las yemas de mis dedos. Volteé a verlo para conocer la reacción de su rostro; tal vez había cerrado los ojos, o apretaba los dientes en posible señal de réprobo; pero los tenía abiertos y centrados en el techo, y su expresión correspondía más a lo placentero que a lo desagradable.
Quería seguir descendiendo, empero sus manos cruzadas me lo impedían. Con mi otra mano, abracé una de las suyas; él me observó, y yo di un beso sobre la unión de éstas. Él se sonrió y llevó su mano junto con la mía a uno de sus costados. Regresé a la siguiente e hice lo mismo, pero esta vez fue Neto quien las besó, para luego ponerlas a su otro costado. Me reí con complicidad para cerciorarme de que entendía nuestro acuerdo.
Fui a su abdomen, y me paseé por sus alrededores; le incomodaba un poco por lo voluminoso de éste, aunque a mí me provocara un éxtasis con cada descendimiento sobre su cuerpo. Mientras mis ojos estaban enfocados en los suyos, mis dedos cruzaban la frontera impuesta por el elástico de su pantalón y podían sentir la mata de pelos enroscados que nacen en el pubis. Esperaba que su sexo estuviera tan encumbrado como el mío. Exhalé, él resolló.
Casi podía sentir la fuerza vital acumulada ahí debajo; cuando de pronto, el llanto de la niña nos hizo perder el trance sensual. Respirábamos agitados, con la frustración en las miradas y unas ganas abruptamente detenidas. Él se medio incorporó, deshaciéndose de mis manos en el acto y declaró al viento.
—¿Qué tienes hija? Ya no chilles, ahí voy
Acabó por ponerse de pie. Resolló de nuevo, y se dirigió a mí.
—Descánsate, ahí nos vemos mañana.
Le supliqué con la mirada que no me abandonara, que no me dejara así. Pero salió de la habitación sin verme siquiera. “Regresará en cualquier momento”, pensé. Sin embargo, no lo hizo. La ira me dominó enseguida, me sentía el adolescente de antes, el mismo imbécil, un desgraciado mendigo que ruega unas monedas por caridad. No podía quedarme de esa manera, no podía dormir ni permanecer acostado, menos en ese lecho. Todo el ambiente me lo recordaba, y tenía tanto coraje atizándome el orgullo, que me rehusé a darme yo mismo, el placer que él me había negado. Rápido me cambié de ropa, acomodé la cama y dejé todo como estaba. No eran ni siquiera las tres de la mañana. Caminé de un lado al otro, desesperado y mandándole tantas maldiciones como mi boca y mente podían pensarlas y decirlas.
Quería hacer tiempo para comunicarle mi intención de volver al velorio, sin que él pudiera adjudicarme un despecho. Aunque lo estaba, en ese instante me importaba conservar un poco de respeto ante sus ojos; pero no deseaba seguir compartiendo aquel techo, su techo. Escuché pasos en el pasillo, quizás cumplía su palabra de regresar a lo del abuelo. Entonces, abrí la puerta y salí rápido, cerca de la cocina, lo hallé sudoroso y un tanto agitado bebiendo agua de un vaso.
—¿Y ‘hora tú, qué haces ya cambiado? ¿No vas a dormir o qué? —preguntó admirado al verme.
Le dije que sí había dormido, pero me había levantado al oír ruidos, pues deseaba acompañarlo de vuelta a la casa del abuelo.
—Todavía no me voy, acuéstate otro rato. Yo te aviso cuando nos vayamos.
Y haciendo gala de mis dotes de actuación, le expresé que no importaba si él no se marchaba conmigo, con que me señalara el camino era suficiente, yo podría llegar por mi cuenta.
—¡Tás loco! Te vayan hacer algo, ¿no te puedes esperar o qué? —replicó cruzándose de brazos.
Me vio fijamente, analizándome. Presto halló el resentimiento en algún lugar de mí y, ahora él disfrazando su molestia, comentó. —Déjame ponerme una chamarra, ahorita te llevo.
Fue por el pasillo, lo escuché abrir el ropero y sacar la ropa. Me sorprendí al mirarlo regresar con las prendas en la mano.
“¡Hijo de la chingada!”, exclamé en mis adentros, tras observarlo desnudarse delante mío.
“¿Vas a darme el tiro de gracia?”
Pasé saliva, metí las manos en las bolsas del saco, y deambulé por la estancia pretendiendo que él no estaba en calzones justo ahí. Buscaba provocarme, como siempre había sido, que yo tomara la iniciativa. Al contrario de lo que esperaba, me dirigí a la ventana y la abrí de sopetón; una ráfaga de aire helado chifló por el lugar, y él proclamó irritado.
—¡Cierra la pinche ventana, cabrón!
Me disculpé alegando que tenía calor, lo cual relativamente no era mentira. Reí con malicia al verlo sufrir con el chiflón de frío, luego recordé; hace varios años atrás, era la primera festividad decembrina que no pasaría con mis padres juntos. Por obviedad, opté por ir con mi padre, quien vendría al pueblo a petición del abuelo, pues alardeaba que al fin el negocio lechero se consolidaría gracias a la inversión de unos extranjeros interesados.
“Muy bonito para ser real”, esas habían sido las palabras exactas de mi padre cuando el abuelo le dijo los detalles. El abuelo tenía el defecto de ser sumamente fantasioso, quizás algo me había heredado después de todo, y sus hijos temían que su imaginación descontrolada lo condujera al desastre. Pasé casi tres semanas completas en el Paso del Norte, más de lo habitual en cada visita. En la noche de navidad, todos estábamos reunidos en una fogata esperando la medianoche. Los celos de Neto habían vuelto, era costumbre verlo así casi siempre, si entablaba una conversación con alguno de mis otros primos, por más trivial que ésta fuera, él cambiaba sus gestos y mutaba su actitud a una arrogancia combinada con desprecio.
Esa velada no fue la excepción, sus comentarios caían en la grosería y el despotismo, aunque la mayoría gustara de ese tipo de críticas burlescas y crudas, a mí me molestaban demasiado; más porque conocía el motivo por el cual eran vociferadas. Él era mi tesoro más preciado y a la vez, mi máximo y más severo juez. Muchas de las veces, lo sensato era ignorarlo, y ello lo enfurecía al doble. Sin embargo, todas las noches volvíamos a compartir la misma habitación: la suya. Para él, la celebración terminó unos minutos después de las doce, yo aún me quedé un tiempo extra para aumentar su impaciencia. Lo encontré ya dormido y bajo las cobijas; al meterme a la cama, lo hallé solamente en calzones; fue extraño, porque ni en época veraniega dormía tan ligero; lo atribuí, igual a ahora, a un ardid por llevarme a los extremos de la razón. Me enrollé en la cobija, al otro lado de la cama, lo más distante de él, y el espacio entre ambos se tensó. La corriente de aire se mantuvo en el medio, provocándole al día siguiente una severa tos.
Me quedé absorto en mis pensamientos, tanto, que no me percate de la cercanía de Neto hasta que sentí una dura palmada en el trasero.
—¡Despierta, pinta gallina! Mejor vete a echar, ¿qué quieres levantado?
No sé por qué, pero me enojé demasiado con este acto; no obstante, oculté mi rabia cuando di la vuelta para encararlo. Él tomó las manijas de la ventana para cerrarla, y notamos una camioneta acercándose.
—Debe ser Licho, es su troca —declaró.
Yo le comenté que podría irme con Licho, si en realidad era éste.
—¡Pérate, flaco! No seas tan payasito —y me abrazó— ya te dije que yo te voy a llevar en un rato, no comas ansias pues. Además, recuerda que’l que se enoja pierde…
Y le rebatí que no estaba enojado, nada más aburrido que no era lo mismo.
—¿Aburrido? ¿Pos qué tienes? —proclamó en un tono socarrón que aumentó mi enojo y canturreándome al oído continuó— ¿qué te falta mujer, qué te falta?, ¿qué te falta si estoy a tu lado?
Era irónica la pregunta, cuando tenía su cuerpo semidesnudo detrás de mí. Esa clase de juegos eran típicos entre nosotros, él insinuándoseme y yo, haciéndole segunda al desearlo desmesuradamente. No era extraño despertar sintiendo su erección matutina rozándome los glúteos, o de recibir palmadas así tan de repente, incluso a veces pretendía querer besarme. Esta clase de entretenimiento era la fuerza motriz de nuestra relación, ¿cómo sucedió que aquel sentimiento noble emergido del mar se había transformado en un morboso y malsano amorío? Con él sobre de mí, me costaba meditar los hechos; pues me provocaba la misma reacción que el alcohólico frente a la bebida, o el drogadicto al narcótico. Igual a los versos de aquella canción del musical de Lloyd Webber:
Pasa el punto sin regreso, no hay miradas hacia atrás. Nuestros juegos de fingimientos se acabaron. Deja de lado el sí o el cuándo, es inútil resistirse. Abandona la razón y deja que el sueño descienda. ¿Qué fuego ardiente deberá inundar el alma? ¿Qué suculento deseo abrirá su puerta? ¿Qué dulce seducción se encuentra ante nosotros? ¿Qué cálidos y tácitos secretos vamos a aprender? Más allá del punto sin regreso…
Y un recuerdo más brotó de mi mente. El día dedicado a la llegada de los reyes magos, cuando los niños dejan su carta en el zapato con la esperanza de recibir un juguete a la mañana siguiente, Neto discutió con su padre. Pocas veces ocurrió esto, yo únicamente presencié esa ocasión; mas supongo que, como padre e hijo, habrán tenido otras más. El problema radicaba en que el abuelo no tenía inversionistas extranjeros, había malinterpretado las alabanzas de un matrimonio estadounidense. Neto apelaba a que el tío Cayetano prestara el dinero para ayudar al abuelo. Pero ni el tío, ni mi padre veían futuro a la empresa láctea. Neto tras el enfrentamiento había salido furioso en su camioneta, y nadie había sabido de él en todo el día.
Su madre afligida se paseó toda la tarde por el patio, esperando tener noticias suyas. Ya entrada la noche, sus hermanas la habían llevado adentro, y me habían encargado a mí que estuviera atento a su llegada. Cerca de la doce de la mañana, veía la televisión, tenía autorización para hacerlo mientras aguardaba. Estaba emocionado porque el tío Cayetano había instalado una antena parabólica en su casa, y con ello ofrecía más distracción para un adolescente en aquel sitio.
Oí el motor de la camioneta acercándose y luego apagarse, Neto había vuelto. Avisé de inmediato a una de sus hermanas y ésta informó a la madre. Pero ninguna salió a su encuentro. Yo permanecía sentado en uno de los viejos sillones que formaban la sala. Él entró, se quitó la chamarra, la aventó sobre una silla cerca de la puerta, se echó con desgarbo a un lado de donde yo estaba, y me arrebató el control sin decirme nada. Él pasaba los canales con desgana, y yo crucé los brazos, resignándome a no conocer el final de la película que veía. Entre el collage de imágenes, halló una que lo interesó; era uno de esos filmes que pasaban después de la medianoche, los que tildan de eróticos sólo por simular el coito sin mostrar los órganos sexuales.
Rápido bajó el volumen y el silencio nos gobernó; él dejó el control a su costado, y se concentró en el bamboleo de las curvas de la mujer en la televisión. Subí la pierna encima de la otra, para esconder la emoción producida por aquella escena; pues era joven y las erecciones me venían a la menor provocación. Al contrario de mí, él resollaba de vez en cuando, sin inmutarse o moverse, parecía inmune al efecto del sublevado. Vimos un par más, enfocados en la pantalla y sin mencionar palabra alguna; de pronto, él apagó la televisión, y ordenó que nos fuésemos a dormir.
Lo seguí callado hasta su habitación. Realmente me sentía muy incómodo, me avergonzaba mi súbito éxtasis, y que él pudiera valerse de eso para burlarse de mí. Ya en la recamara, se sacó las botas, los pantalones y la camisa; se puso el short y se dejó la camiseta sin mangas; apagó la luz, y se metió a la cama. Yo nervioso, me quité la playera y el pantalón; de mi maleta saqué el otro pantalón que usaba, junto a la vieja sudadera, como pijama. Luego seguí su ejemplo, e hice lo mismo. El corazón me carrereaba en el pecho, y el sonido constante del silencio me azuzaba; entonces él tosió, luego carraspeó y dijo.
—Beto, ¿quieres probar una de esas, como las de la película?
Su pregunta me confundió; no repliqué nada, únicamente traté de mirarlo entre las penumbras para inquirir su intensión.
—Ven, arrímate —mandó, destapándose.
Me acerqué, y separó sus piernas.
—Ponte aquí.
Me ordenó ocupar el espacio dejado entre aquellas. Y así lo hice. La escaza luz filtrada a través de las cortinas de la ventana, sirvió para vislumbrarlo a detalle. Neto se había bajado un poco el short y el calzón para liberar su miembro erguido y punzante; con una de sus manos me invitaba a atenderlo, y con la otra me apretaba la muñeca para exigírmelo. Agaché la cabeza, sabía lo que procedía a estos casos. Tomé su sexo entre mis manos, investigándolo, palpándolo, descifrándolo. Sobre su masculinidad, bien podría tildarla de “gigantesca” o “descomunal”; mas ahora, solamente diré que Neto es un sujeto afortunado en dicha cualidad.
Si la memoria no me fallaba, podría hacer el cálculo en centímetros, y casi cumplía con los dieciocho; siempre mis manos habían sido grandes, y ellas podían cerrarse sobre él, dejando un pedazo libre, alrededor de los cinco; la piel que lo cubría era más morena que la del resto del cuerpo; no tenía prepucio, y su glande rosáceo asomaba brillante en la punta; los testículos eran medianos, pero tenían la misma arrogancia que el falo.
Finalmente los tuve dispuestos para mí, como si fueran una extravagante ofrenda en mi honor. Pese al banquete expuesto, yo estaba más ansioso por acariciar otras partes de su complexión; quería demostrarle mi afecto deshaciéndome en su boca, o en su cuello; pero como si hubiese intuido mi intención, él me advirtió. —Nomás no me toques otra cosa, porque si me agarras algo más, te meto un chingadazo, ya te digo…
Y me ciñó con fuerza del brazo, para reafirmarme su condición.
—No se te ocurra andar de hablador; lo que aquí pase, aquí se queda.
Tras su ultimátum, volví al lugar de antes y abrí los labios para acogerlo dentro de mi boca. Quizás usando el disfrute, vencería las limitantes establecidas, y podría conseguir la entrega total. Su resollar me hacía aumentar el ritmo; su virilidad palpitaba acalorada, y yo la refrescaba con el relente de mi saliva. Él estaba disfrutando dándomelo, tanto como yo recibiéndolo. Mi cabeza sabía actuar como un subibaja, y mi respiración se controlaba mientras hacía la felación; pero la falta de torpeza en mis movimientos, y la cínica maestría de mi lengua, lo alertaron; y entonces me preguntó.
—¿Con cuántos has hecho esto?
Las memorias desempolvadas seguían recreándose en mi cabeza, nunca había tenido voluntad para negarle petición, o respuesta alguna; empero no podía cruzar el punto sin regreso, si cedía ahora, sería igual a mostrarle la partida de cartas a mi contrincante en una mano de póquer; me aseguraba la derrota, y bien dice ABBA en su canción: The winner takes it all and the loser has to fall.
Él estaba seguro del poder que tenía sobre mí, que yo seguía siendo el mismo de antes, y que podía controlarme, pues mi actitud era resultado de la desesperación, y con algunas migas me contendría. Lo forcé a soltarme, y le pedí que se vistiera ante la llegada de Licho.
—Es mi casa y puedo andar como se me pegue la pinche gana —alardeó con desdén, agarrándose el bulto que se formaba bajo su calzón—, si no les parece pues a la chingada —y soberbio me miró.
“Abandónalo justo ahora”, me repetí, “aún no es tiempo para ondear la bandera blanca, no puedes rendirte”.
Me alejé de él, y le dije que entendía su postura. Mi declaración le diluyó el cinismo y la ostentosa seguridad, su rostro lucía desencajado; quizás no esperaba esa reacción, tal vez una pequeña victoria para mí. Si había aguantado todos estos años, unos días extras no serían nada si quería obtener una respuesta más honesta, la verdadera; tendría que volver al juego de poder, al del cazador y la presa.
Renovada parte de mi confianza, me dirigí a la puerta, giré la perilla y salí de ahí sin mirar atrás. “Si me sigue, ¿qué haré?”, me pregunté, y avancé más rápido. El portón no tenía puesto el candado, lo abrí un poco y recibí la luz de los faros de la camioneta que se acercaba. Efectivamente era Licho, pues reconocí aquella gorra desgastada color naranja. Bajó el vidrio de la ventana de la camioneta, y me acerqué para entrevistarme con él.
—¿Y tú, qué haces por acá? ¿Otra vez perdido? —ironizó.
Le contesté que no, que había venido para dormir unas horas con la promesa de volver después al velorio. Pero aquél dormía como una piedra y nada lo despertaba para cumplir su promesa.
—Mmmm, su papa me mando a pedirle un papel, pero pos ni modo. Ahí que se lo dé mañana.
Y yo temeroso de que Neto apareciera en cualquier momento, y me expusiera como un vil mentiroso, le consulté si tendría inconveniente de llevarme con él; tartamudeé al pedírselo, porque yo sabía su nulo interés hacia mí y mis problemas. Licho aceleró el motor, tomé esa acción igual a una respuesta negativa; retrocedí unos pasos, y lo único que pensaba era en cómo iba a entrar en esa casa, otra vez, sin sentirme un completo imbécil.
—Súbete —de pronto musitó Licho, apiadándose de mí.

Aunque no quise sonreír, lo hice alentado por el alivio. Rápido le tomé la palabra. Subí a la cabina con él y nos fuimos.

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