Recuerdo —Paso del Norte— Parte 3
Parte 3. REVELACIÓN —Memorias Dolorosas—
El camino era escalofriante, entre los saltos por la improvisada carretera
que formó el tránsito diario, y la oscura profundidad que imperaba, ni la luz de
la luna era capaz de atravesar. En mi mente seguía cavilando acerca de Neto y
mi situación con él; la decepción en su mirada al saber mi respuesta en aquella
ocasión, todavía me lastimaba. Yo permanecí hincado, entre sus piernas,
explicando los detalles más minuciosos de ésta. Ni siquiera me percaté del momento
exacto en el que se subió el short, sólo recordaba que mi franqueza lo había
molestado; y a consecuencia de eso, interrumpió nuestro encuentro, y me había
mandado a dormir.
Sentí una pronta angustia y comencé a castañear, Licho me observó de reojo
y comenzó a sonreírse burlonamente. —¿Tienes frío o miedo? —me preguntó.
Por orgullo admití que era lo primero. No podía reconocer nada, pero
comparando los tiempos del trayecto anterior, ya deberíamos estar por llegar.
Sin embargo, Licho detuvo la camioneta, y enseguida pensé que me gastaría una
broma en medio de aquel terrorífico paraje. Pero al informarme que habíamos
llegado, me extrañé y le cuestioné, ésta no era la casa del abuelo.
—Yo jamás te dije que iba a casa de mi papa, tú te quisites venir —me contestó
mientras bajaba unas cosas de la camioneta, un saco y unas cuerdas.
En un descabellado pensamiento, creí que iba a asesinarme cuando lo vi
bajar también un pico y una pala, quizás notó mi angustia y por eso me puso
sobre la cabeza un casco, el cual tenía una lámpara; entonces intuí que era
minero.
—Úsalo no vaya siendo que bajes a saludar al suelo, pisa con cuidado porque
está muy piedroso —mencionó al cerrar la puerta del vehículo.
Descendí, y di unos tropezones por no hacerle caso. Le pregunté en dónde trabajaba
con esos instrumentos.
—En San Pedro el Alto, para unos canadienses —expresó al encender él mismo la
luz del casco—, alúmbrame la puerta pa’ poder quitarle el seguro —me ordenó
frente a una modesta casa.
—Pásate. No hay luz, porque casi no vengo pa’cá. Ya soy más de San Luis, allá
trabajo y pos de allá es mi mujer. Aquí vengo cuando tengo asuntos cerca de
Saltillo, y si vengo muy cansado pos ya no me regreso. Prosperidad viene a
echarle un ojo, hay de vez en cuando.
Se refería a su otra hermana, de la que se decía, ayudaría a la tía
Constanza a vestir a los Santos.
—Y también le da una limpiada. Por lo mismo casi no hay muebles, sólo está
ese sillón y la cama, ¿cuál quieres?
Y antes de responder le volví a preguntar si no iríamos a casa del abuelo.
—¡Ah, pero que suato este! No, yo vine a echarme un sueñito porque no he
parado todo el día, yo creo que hasta me dio calentura. Cuando nos saludamos,
acababa de comer, no traíba nada en la panza. Ni siquiera me creo que mi papa
esté tendido en la caja.
Licho suspiró al encogerse de hombros, y me volvió a preguntar dónde quería
dormir, viéndolo como estaba, elegí el sillón. Él se quitó la gorra, las botas
y el cinturón y luego se recostó en la cama. Yo únicamente me tumbé sobre el
mueble, esperando no encontrarme con alguna alimaña escondida entre su
tapizado; pero rápido me despreocupé por ese aspecto, y comencé a inquitarme
por otro: el frío. No dejaba de titiritar, me sobaba las extremidades por ratos
para intentar generarme un poco de calor.
—¿Tienes frío? —musitó Licho desde la cama.
Esta vez respondí la verdad.
—Creo que traigo una cobija en la troca, déjame ir a ver.
Se puso de nuevo las botas y salió a traerla. Tras unos instantes regresó
sin nada.
—Pos no la traíba, ¡qué caray! Pero si no te molesta compartir vente pa’cá,
entre los dos nos damos calorcito.
Aunque su ofrecimiento podía sonar con una doble intención; ni sus palabras,
ni su tono me dieron indicio de ello. Él se recostó y se hizo hasta la pared
para dejarme el espacio libre. No lo pensé demasiado, fui directo a su lado; me
recosté dándole la espalda, él se volteó para abrazarme, y su tacto me
estremeció de inmediato; su calidez me confortó y comencé a entrar en calor. Me
acerqué más a Licho, y él a su vez a mí, nos repegamos hasta que el espacio
entre ambos fue nulo. Su respiración se aceleró igual que la mía, nadie decía o
hacía nada, únicamente percibíamos nuestros cuerpos pegados, era como si
nuestras pieles evocaran un viejo sistema comunicativo. Y recordé aquellas prácticas
nocturnas, y llenas de curiosidad suscitadas entre los dos.
Mi padre siempre tuvo sobre mí una inaudita sobreprotección y control;
desde cómo vestir, a qué escuela asistir, con qué gente poder hablar, hasta qué
música era la adecuada escuchar. Yo supe desde el principio que al elegirlo a
él, ese sería el precio a pagar. Empero, no todo era tan malo; una vez
aprendida su lógica, fui discreto en mis gustos y preferencias, lo dejaba creer
hasta cierto punto, que él tenía la última palabra. Las idas al Paso del Norte
se volvieron muy habituales con la desmedida insistencia del abuelo en su
proyecto de crecimiento lácteo. Mi padre y yo pasábamos temporadas cortas
durante los años, sin contar las fechas festivas, unas en apoyo y otras en oposición.
Nunca puse resistencia a tales viajes, principalmente por ver a Neto; pero
aparte de él, me brindaban una indómita libertad como a ese cachorro recluido,
que sacan en ocasiones de paseo y loco se quiere volver al contemplar el mundo
exterior. Quizás el aislamiento había influido, de cierto modo, en mi
interacción familiar; mutando ciertos vínculos, pues en ellos debía abastecer
muchas de las carencias de mi yo social.
Así, cuando Neto y yo peleábamos, suceso que se hizo frecuente entrada mi
pubertad, porque seguramente los cambios físicos hacían drásticos disturbios en
mi carácter, desarrollé una relación más cercana con Licho. Quizás era la poca
diferencia de edad lo que nos hacía congeniar tan bien, apenas un par de años
mayor que yo, o porque requería de un amigo y confidente. Le contaba algunas
obviedades disfrazadas de secreto, compartíamos ciertas inquietudes, e incluso
unos sinsabores, y hasta la responsabilidad de una que otra travesura. No fue
extraño que eligiéramos explorar juntos nuestro despertar sexual.
Las noches eran los mejores momentos para conversar, iguales a divertidas
pijamadas; el cuarto de adobe era nuestra casa del árbol, pues aunque lo
compartíamos con Varo, él raras veces llegaba antes de la medianoche. Iniciábamos
hablando de mujeres, de quién de los dos podría complacerlas mejor o quién
tenía mayor longitud respecto al pene. Y una de esas noches, sucedió que,
mientras hacíamos esos típicos alardes de hombres, iniciamos una riña de
fuerzas y sometimiento que nos traicionó, pues descubrimos que no nos resultaba
indiferente las caricias de otro varón.
No sé si él ya lo tenía claro, jamás hablamos de ello formalmente; quizás
por vergüenza, o por un orgullo inexistente que asociábamos más a nuestra naturaleza
de género, que a la soberbia producto del machismo. Sin embargo, tal reserva
del tema, no nos impidió seguir investigando sobre dicho gusto; en mi caso,
sólo había indagado la parte psíquica de esta atracción masculina a través de Neto,
pero mi cuerpo empezó a solicitar atenciones que por el momento, él no pensaba
darme. Licho parecía estar en una situación similar, y aunque desconocía varios
aspectos de él, como por ejemplo, si estaba enamorado o sus intereses reales;
nunca los averigüé, pues conforme experimentábamos el novedoso método de
comunicación basado en lo venéreo, que resultaba tan fácil y placentero, nos
olvidamos del otro, y nos habituamos a éste. Pero sin la comunicación
tradicional, nos volvimos seres primitivos, seres que únicamente se buscaban para
satisfacer una apetencia con tendencias mórbidas.
Comenzamos, igual que ahora, haciéndonos los dormidos que despistadamente
se rozaban sin querer, permitiendo que las anatomías se encontraran, se
investigaran, se analizaran; dos cuerpos que deseaban cumplir la primera ley de
Newton. Con el correr de los días, mi ansia fue mayor a la de él,
convirtiéndome en el dinámico, quien tomaba la iniciativa, el cuerpo que
actuaba sobre el otro para sacarlo del reposo. El anhelo aumentó gradualmente,
la confianza también, y las argucias dejaron de ser útiles; pasamos a probar
otras formas más atrevidas para el gozo, como el sexo oral; aunque siempre era
yo quien se lo otorgaba. En cierto modo, yo intentaba frenar mis impulsos por
ir más allá, porque ilusamente pensaba que en algún momento, compartiría tal
experiencia con Neto. Pero todo parecía indicarme lo contrario, cada vez nos
distanciábamos más, y nuestras conversaciones sólo empeoraban las
circunstancias.
Una noche, cansado de pelear contra mí mismo, me rendí y le entregué a
Licho, sin que me lo pidiera, el resto de la virtud que reservaba. Entró en mí
apresurado, lo recuerdo bien, respirando acelerado contra mi nuca; tardó un par
de minutos en movimiento, y acabó. No hubo palabras, no existían entre
nosotros, me dio la espalda y se durmió. Entonces, toda acción tiene una
consecuencia, y cuando el frívolo deseo del placer me abandonó, sucumbí a un
incomprensible llanto, del que aún no logro explicarme el motivo; un sollozo
secreto y callado, quizás provocado porque la vida no es sueño después de todo,
porque lo ideal, lo especial, y lo mágico no habían podido cruzar el umbral de
la realidad; o simplemente porque el niño había dejado de serlo.
Él tenía presentes aquellas memorias tanto como yo, pues sentía el calor
avivándosele entre las piernas y respingándome detrás. Sin embargo, él se
mantenía inmóvil, inerte; esperando que yo tomara la iniciativa. Me intrigaba
la nueva sazón de sus caricias, tras haber aprendido nuevas recetas amorosas; y
a pesar de mis ganas, y de este curioso incentivo, no quise comenzar. No moví
ni un dedo, imitando a Job, aguardé a que él tuviera el arrojo para provocarme.
Debieron transcurrir varios minutos, porque caí en un estado de somnolencia.
Entonces sentí el estrujo de su mano sobre la mía, cerca de mi muslo. Al no
hallar réplica, me soltó de golpe y se puso bocarriba mascullando. Con mi
inacción trataba de hacerle entender que, entre nosotros, ya no había necesidad
de jugar al despistado; pero él parecía no captar el mensaje.
“¿En serio? ¿Sólo un apretón de manos y te darás por vencido?”
No estoy seguro de si esto último lo pensé en voz alta, o sólo en mi
cabeza; pero bastó para hacerlo cambiar de parecer. Se volvió hacia mí y con rauda
fuerza me besó, con tal ímpetu que no tarde en corresponderle con idéntica
entrega. Sus labios y manos poseían más destreza, aunque su complexión siempre
había sido rolliza, ahora era hercúlea; sus brazos, piernas, pecho, torso y
demás componentes corporales estaban alimentados por el vigor de la labor diaria
en las minas, mas no por un cuidado dedicado. El desenfreno nos hizo dar
vueltas en el colchón, nos quitamos primero los pantalones, luego desabotoné su
camisa y masajeé su pecho con energía, él me ciñó de la cintura obligándome a
subírmele encima; nos besamos y me acabó por desvestir. Nuestros cuerpos
expelían un ligero e imperceptible vapor, causa del fuego que nos dominaba, un
fuego avivado por los recuerdos de un pretérito voluptuoso; era igual a revivir
aquella entrega primigenia.
Ya completamente desnudos y sudorosos; yo encima de él, empecé a
bambolearme despacio sobre sus caderas, como había visto a muchas mujeres hacerlo
para aumentar mi brío; percibir su rostro pintado por los colores del arrebato,
y la humedad que destilaba su sexo, desencadenaban mi lascivia apaciguada;
aunque su miembro no era de gran volumen, su tacto y desenvolvimiento
compensaban la falta. Incrementé el frenesí pélvico, y sin haberse alojado en
mis adentros, Licho erupcionó entre espasmos y quejidos constriñéndome con su
abrazo como los anillos de una boa. Presenciar y saberme causa de los efectos
de su éxtasis, me satisfizo tanto, que ni siquiera busqué alcanzar el mío;
aspiré el aroma, degusté el sabor y palpé su clímax hasta el final, luego fui
tras su boca para finalizar un delicioso encuentro, empero.
—Somos un par de jotos —declaró mirándome con seriedad.
Supuse que la cordura le había regresado para juzgarnos. Levanté el rostro,
alejándome; sin embargo, él empezó a reír, alzó la cara y me besó con la misma
pasión de instantes atrás.
—Estás cabrón, no le pides nada a una vieja —me dijo entre mimos—, ¡Uy! No
hay nada mejor que revivir los viejos tiempos.
Le sonreí descaradamente, y disfruté del momento, pues sabía que no se
repetiría. La experiencia había sido increíble, una oportunidad que había
reunido el presente con el pasado, intentar reproducirla de nuevo sólo le
restaría mérito y especialidad, así cuando el recuerdo la transformara en un
suceso maravilloso, se recrearía para sobrellevar las noches de soledad.
El cielo comenzó a clarear y se podían escuchar los pájaros cantar, el frío
matutino hizo que nos vistiéramos de inmediato.
—Me siento bien pinche cansado —confesó Licho en medio de un bostezo—, y
tengo harta hambre. Si me duermo ahorita, ya no despierto hasta las cinco y a mi
papa lo entierran a las once.
Me había olvidado del abuelo y su despedida. Sentí vergüenza, como si le
hubiese hecho una imperdonable ofensa. Supongo que era más la superstición que
rodea a los muertos, esa que los convierte en seres admirables y llenos de
bondad. El abuelo tenía lo suyo, me daba miedo unas veces, pues tenía la
habilidad de hacer creíble lo increíble, por medio de su discurso; recuerdo
algunas historias ilógicas que nos contaba, y lo hacía de tal manera que las di
por verdaderas durante mucho tiempo. Me dijo la tía Constanza que en sus
últimos días, esto se volvió su maldición; la convivencia con él era difícil, la
razón iba y le venía; ya no sabían si le quedaba algo de cabalidad, porque ya no
reconocía nada, ni a nadie; se turnaban para cuidarlo en las noches, pues en
una ocasión había amenazado al tío Cayetano con el machete, y temían por sus
vidas. El abuelo había perdido el juicio lentamente, y quizás yo acabaría igual.
Pero siguiendo su filosofía refranera, lo bailado nadie me lo podía quitar, más
valía pedir perdón que permiso; y al final de cuentas, el vivo al gozo y el
muerto al pozo. Lo hecho, hecho estaba.
Partimos a casa del abuelo, fue imposible acercarnos en la camioneta, Licho
tuvo que estacionarla en la casa del tío Clementino, a donde había ido a parar
la noche anterior durante mi desorientación. Era un terreno gigantesco, que no
tenía lindero en toda su extensión, el abuelo les había dado a todos sus hijos
un pedazo para levantar sus casas, por eso todas estaban pegadas y se confundían
los límites. Recorrimos los matorrales de la noche anterior; la pesadumbre
invadió el ambiente, se sentía frío, pese a que el sol iluminaba con sus rayos.
Debían ser aproximadamente las nueve de la mañana, el número de congregados se
había duplicado, el abuelo era una persona muy estimada. Anduvimos entre
aquella muchedumbre, permanecí cerca de Licho por temor a perderme y no
encontrar salida, no tenía ni idea de dónde estaban mi padre o demás tíos. Sin
embargo, percibí una mirada, tan dura y pesada que me causó una ligera
incomodidad, no tardé en hallar a su dueño; se trataba de Neto, quien atendía la
llegada de la familia de su esposa, a su lado estaban la tía Constanza y aquella;
yo quería preguntarle acerca de mi padre, así que me acerqué a ellos. Licho me
siguió al igual que la mirada de Neto, la cual parecía la filosa hoja de una
espada atravesando mi carne. Dimos el saludo de los buenos días, todos
respondieron menos él; la tía Constanza nos sonrió tenuemente.
—¡Qué cara, chamacos! ¿Ya almorzaron? —preguntó.
Moví la cabeza en negativa y le cuestioné el paradero de mi padre.
—Se fue a dormir un rato, ¿y tú, no descansates? Te veo los ojos muy
cansados, Beto. ¿No dormiste bien en casa de Neto? —dijo mientras me acariciaba
la mejilla.
Le expliqué la situación, omitiendo algunos detalles, y volvió a sonreírme.
Neto, aunque no estaba dentro de nuestra conversación, se mantenía atento a
ésta; cuando Licho expresó que no habíamos dormido por estar platicando, la
mirada del otro terminó por cercenarme. Lo vi en sus ojos, era como si ellos me
hablaran, lo escuché acusándome, insultándome, despreciándome, reprobándome;
seguramente se refería a mí con adjetivos despreciativos, obviamente todos
ellos en femenino, por supuesto, como buen macho, para intensificar mis faltas
y manifestar su desacuerdo. Le palmeé la espalda a Licho, invitándolo a
acompañarme a desayunar. No era extraño tener una pequeña consideración con el
hombre, que después de todo, y a pesar de mí mismo, había sido el primero en mi
vida.
Neto nos persiguió hasta que estuvimos fuera de su alcance visual. No era
la primera vez que actuaba así conmigo, ya conocía su versión rencorosa y
viperina. La mañana siguiente a nuestro fallido encuentro, desperté y él ya no
estaba; en ese momento me quedó muy claro que las cosas habrían de cambiar entre
los dos. El Neto agradable, amable, cortés y amoroso se volvió todo lo
contrario; me hería a la menor provocación con sus palabras, o simplemente con
su actitud pedante e indiferente. Dejamos de tratarnos con respeto, a veces
creía odiarlo; no necesité de las agresiones de otros para caerme a pedazos,
con las suyas fue suficiente, y hasta me sobró. Así pasamos casi un año, pero
él aún me tenía reservada la estocada final, un día anunció que finalmente se
casaría; a los dos meses se celebraron las nupcias, y yo acabé por romperme
como el frágil cristal de un espejo.
En ruinas, y sin otro sentimiento que la tristeza reinando en mi pecho,
cedí a la insistencia de mi padre, y marché al extranjero; allá no sólo aprendí
una excelsa educación, también aprendí a sanar los hematomas, a suprimir todos
los recuerdos de esa vida tan agridulce. Con los años, me transformé en el
destacable abogado Alberto Duarte, y el título fue la última complacencia que
le hice a mi padre; es patente, él no me quitaría el yugo tan fácil. Un día,
sin más explicación, renuncié al trabajo que él me había conseguido, y desaparecí
del mapa; obligándole a otorgarme la libertad. Me mudé a Ontario, Canadá; con
unos amigos de la universidad que me ayudaron a establecerme, conseguí un
empleo remunerado, alquilé un departamento, y en unos años, abrí mi propio
despacho. Respecto al ámbito sentimental, salí con varias mujeres, nunca nada
demasiado formal, mas no porque rehuyera de ello, sólo que no se lograba la
conexión fuera del sexo; quizás con otro hombre pudiese obtenerla, pero tras
Neto y el Paso del Norte, no estuve con ninguno; no por falta de ganas u
oportunidades, pues tuve muchas, era por mantener el juramento que le había
hecho a él.
Pese a estos detalles, mi vida me placía; tanto, que un día busqué a mi
madre, y retomé el contacto con ella. Yo era quien la llamaba esporádicamente,
porque no me atrevía a darle mi número. Dos años atrás, me convenció de asistir
a la renovación de sus votos matrimoniales con su segundo esposo, ahí me enteré
que mi padre le había ocultado el distanciamiento. Sabrá los cielos que me dio
estar con ella de nuevo, que le di mis datos, por si deseaba visitarme alguna
vez en Canadá. Sin embargo, transfirió la invitación a mi padre, y un día él apareció
en mi puerta. Primero me observó con cierto coraje, me abofeteó, y luego me
abrazó. Mi padre era un especialista del chantaje emocional, si existiera una
enseñanza sobre este asunto, él sería el profesor indicado para impartirla.
Había aplicado su habilidad en mi madre, y ahora buscaba hacerlo conmigo,
apelando a una deuda sentimental que yo ni siquiera sentía, pues ya se la había
pagado con creces al aguantar su imposición, y frustración por más de dieciséis
años. Le permití desahogarse, y recriminarme todo cuanto hizo por mí; pero ya
lo conocía bastante bien, sabía sus métodos, y fui tan insensible que me entra
un extraño remordimiento cada vez que lo recuerdo.
Al verme indiferente, recurrió a lo del abuelo. —Tu abuelo Carmen está muy
mal, si a mí no me sientes, deberías tenerle un poco de consideración a él, ¿no
decías quererlo mucho, ya no recuerdas cuánto te emocionabas por visitarlo?
Y en ese instante busqué en mi cabeza tales memorias, pero no las hallé. De
cualquier manera, no cedí hasta que comprendí lo efímero de la vida; entonces opté
por regresar. Al reencontrarme con Neto, me di cuenta que había dejado
inconclusa la vieja historia, y me había inventado una nueva, como hacía el
abuelo, pero para volverla real tenía que ponerle fin a la anterior.
Luego de desayunar, tuve más energía para mantenerme despierto. Enseguida
tomé un baño y me vestí de luto. Cuando regresé al patio, el número de gentes
había vuelto a crecer, parecían un tapiz de colores sombríos cubriendo el
suelo. El tío Cayetano le informó a mi padre que había llegado la hora; el cura
había oficiado la misa de despedida ahí mismo, debido a la cantidad de personas
reunidas era imposible tenerlas en la pequeña, y según recuerdo, maltrecha
iglesia del pueblo. Ambos se dirigieron junto al tío Clementino, y tomaron una
posición a los lados del féretro para conformar el cortejo al cementerio. Gonzo,
Varo, Licho y Neto se acercaron también; todos levantaron al abuelo para
cargarlo entre los hombros. Yo me quedé a unos pasos detrás, con la tía
Constanza y demás parientes, pues no sentí cavidad, ni obligación de acudir.
El cura se posicionó al frente de la procesión, acompañado de un par de
monaguillos; una banda de viento comenzó a tocar aquella canción que a él
gustaba mucho, decían que la había dedicado a una novia que en su juventud lo
había abandonado por otro:
Cariñito de mi vida dime adiós porque
me voy, no te quiero ver llorar…
La frase aún no terminaba, cuando la tía Constanza reventó en adolorido
llanto sobre mí.
Yo no tardaré en volver, aunque yo
me vaya lejos no te dejo de querer…
Las demás mujeres sollozaron también, e iniciamos la caminata dejando una
leve estela de polvo; no tardamos en avistar las cruces sobresaliendo de la
tierra seca. Cruzamos el desgastado arco que servía de entrada al panteón, siguiendo
un camino maltrecho, que nos condujo al agujero cavado por los sepultureros;
entonces el abuelo estaba por descender a la morada final en compañía de la Cruz de madera, y todos, mi padre
incluido, dieron rienda suelta a una tristeza reprimida, que emergió con gritos
y lágrimas. Me rehusaba a llorar, porque antes lo hacía en respuesta a
cualquier afrenta, y con los años acoracé el carácter y deseché la debilidad. Aunque
la mezcla de sonidos e imágenes consiguió atravesar la gélida cubierta en mi
pecho, mis ojos ni siquiera se humedecieron. Media hora después, todo acabó, la
cotidianidad imperó de nuevo con un aire melancólico.
Volvimos a la casa junto con las gentes más cercanas del abuelo, porque
había dejado instrucciones precisas, supongo que ya había perdido el juicio,
para agasajar con comida, bebida y música a sus invitados más especiales. De
inmediato, aquello cambió de la tristeza a la alegría; la banda tocó unas
cuantas canciones más, y eufóricos por el cúmulo de diversas emociones, aunado
al alcohol, transformaron la reunión en una fiesta. Percibiéndome ajeno a esa
caótica celebración de la vida y la muerte, busqué a la tía Constanza para que
me permitiera dormir un par de horas en su habitación. La encontré en la
modesta sala, revisando unas cajas mohosas y carcomidas, supuse pertenecían al difunto.
—Así es chamaco, son unas cosas de mi papa. Las tenía allá, por el tejaban,
abandonadas; de purito milagro las pude traer pa’cá sin que se me deshicieran
en el camino. Vamos a ver qué hallamos, algún tesoro si bien nos va, o en una
desas, pura basura —dijo con voz afable.
Y picado por la curiosidad, me senté a su lado para enterarme de los
pormenores. Periódicos viejos que traían alguna noticia destacable, como las
olimpiadas en México, o sobre el temblor del ochenta y cinco que derribó parte
de la ciudad; agendas y libretas amarillentas, pero con las hojas sin gastar; unos
cuantos tomos de enciclopedias, que contenían flores y plantas disecadas entre
las páginas; litografías carcomidas, almanaques, llaves y candados oxidados,
hasta unos clavos; uno que otro alacrán seco, y una pistola star casi destartalada.
Una de las cajas estaba llena de viejas historietas de Kaliman.
—Cayetano se va a poner muy feliz —musitó la tía Constanza—, él juntaba
estas revistas, eran su tesoro más preciado, se iba caminando hasta San
Fernando para conseguirlas porque pos aquí no llegaban. Mi papa no era un
santo, tenía sus detalles, como todos verdá. Y ya sabrás, los dos con el mismo
genio del diablo cuando se peliaban; mi papa siempre amenazaba con quemárselas,
y en uno de tantos pleitos le dijo que se las había quemado; Cayetano se quedó
mudo, pos no dejaba de ser su papa, aunque en su mirada vi como le desiaba mal,
pero pos es el coraje el que nos hace hacer tonteras.
En la última caja, la más chica de las tres, había montones de papeles;
eran recibos de pagos y deudas, antigua correspondencia y viejas fotos. Mi
curiosidad empezaba a disiparse, cuando una de las fotografías resbaló de las
manos de la tía Constanza; no pudo esconder la admiración que le provocó
aquella imagen.
—Yo creíba que las había destruido todas —confesó sorprendida sin dejar de
observarla—. Mira, ese es tu tío Clementino de joven —dijo dándome la
fotografía.
Era una imagen desgastada, maltratada por el paso del tiempo, y por una
malsana envidia; a pesar de esto, claramente se podía vislumbrar a un hermoso
varón: un mancebo con sombrero, no mayor a los dieciocho años, de galante
mirada y bello rostro; con un cuerpo fornido, que lucía a torso desnudo. La
recreación luminosa había capturado y conservado, idéntico a un clásico busto
esculpido en mármol, toda la magnificencia de aquel hombre que alguna vez
existió. Me levanté y me asomé a la ventana para cotejar las pruebas, miré al
tío Clementino, y parecía una absurda broma que ambos fueran la misma persona;
sin embargo, lo examiné con detenimiento, y hallé debajo de las arrugas, la
gordura y el descuido; la mirada de la fotografía. La imagen también mostraba gran
parecido con Gonzo y Varo, pude comprender de donde habían heredado el porte
recio y galante.
—El tiempo nos transforma a todos —expresó la tía Constanza entre suspiros.
Le respondí, con leve ironía, que había un hombre llamado Dorian Gray al
que el tiempo no había podido transformar, y que ojalá el tío Clementino
hubiera conocido su secreto de conservación.
Ella no entendió, o no me hizo caso y sólo suspiró de nuevo. —A veces ser
tan guapos les trastorna la cabeza, no se conforman con lo que Dios Padre les
dio y se condenan. Tu tío era muy guapo, tanto que no jalló llenadera con las
mujeres, y pos tuvo que buscar con otros hombres —declaró avergonzada, luego
con tono más bajo, prosiguió—. La gente decía que andaba con un maistro de
Zacatecas, desos que venían a dar clases a la escuelita. Se decía quesque eran
amantes, porque más de una vez los vieron bien ayuntados, como los perros, allá
en el monte. ¡Madre mía de Guadalupe! ¡Sabrá María Santísima cuantas porquerías
no habrán hecho! Cuando llegó a oídos de mi papa, le dio una cuereada de
aquellas, hasta sangre le sacó. Le jalló fotos y otras cosas que enseguidita quemó,
yo namás vi las fotos que eran iguales a esa, pero con menos ropa, ¡nombre! ¡Mi
papa echaba lumbre del coraje! Y pos de joto no lo bajó. Habló con unos amigos
politiquillos, y hizo que cambiaran al maistro; no sin antes darle una buena
lección también a él, por si las dudas, porque ya ves que dice el dicho: cuando
el río suena es porque agua lleva, piensa mal y acertarás.
“¿Y luego?”, le pregunté absorto, tras quedarse callada.
—Pos las habladurías siguieron, y mi papa mejor lo casó con tu tía Gudelia,
le dio unas vacas y un pedazo de tierra pa’que la trabajara, y todo se olvido
después. Pero pos las cosas ya no fueron iguales, Clementino perdió la voluntá,
el interés de la vida, nunca volvió a importarle nada, ni siquiera sus chamacos.
Me quedé en silencio contemplando la desgastada fotografía, sintiendo una
profunda lástima que deseaba emerger de mis ojos, acuosa y salina. Mi madre me
había platicado una anécdota complementaria, ella tenía una suerte insólita
para enterarse de cosas, supongo tenía cara de desahogo o algo así. Y una vez,
el abuelo medio alcoholizado, le había confesado porque la tía Constanza nunca
se había casado.
—Dice que fue por ayudarme a mí con sus dos hermanos, pero mentira. Mi
muchacha quedó ciscada como las mulas, porque el novio se entendía mejor con el
hermano, que con ella —platicaba mi mamá recreando sus palabras.
Luego el tendero don Nabor, le había dado más información al respecto.
—Pos más que amor, yo pienso que se le volvió capricho. Ciertamente el
muchacho era muy atento, pero no namás con ella, con todo el mundo. Era bien
respetuoso y educado, nunca le vi una actitud grosera, o de sentirse superior a
uno; ya ve que todos los que estudian, y se preparan luego, luego se vuelven
ancina; pero pos él no, ya le digo, era muy respetuoso. No merecía todo el mal
que mi compadre Carmen le hizo, verdá de Dios; porque Constanza era una chamaca
babosa, que le llenaba la cabeza de purititas tarugadas; si lo sabré yo que soy
su padrino. Pos hasta Clementino la pagó, como eran bien amigos; uno buscaba al
otro pa’todo, si se tenían harta ley y cariño de hermanos. Y pos ya le digo, la
chamaca hasta celos sintió de su propio hermano, y pos voy a creer, los acusó
de hartas cochinadas que dudo jueran verdá. Y eso ya no era amor, ya era una cosa
fea.
Y tal revelación, justificó la mala fe que mi madre le había tenido desde
siempre, pues la culpaba por los errores en el carácter de mi padre.
—Si tu padre es así, es por ella, porque así lo dejó ser. Es mala y
venenosa —me decía tras discutir con él.
Aunque faltaban piezas en el rompecabezas, lo resolví con las que tenía, y
me hice mi propia versión: la trágica historia de amor entre dos sujetos
condenados por su género. Respiré para disipar la pena, entonces cuestioné a la
tía Constanza si también devolvería la fotografía a su dueño.
—¡Ay no, chamaco! ¿Pa’qué? Es nomás remover viejas heridas, haré de cuenta
que nunca la vi otra vez —comentó con las manos aferradas a su regazo.
Sin más, le pedí si podía quedármela, entonces me miró con cierto recelo, intentando
averiguar mis intenciones. Le di un argumento absurdo, que de todos tenía un
recuerdo, menos del tío Clementino.
—Quédatela pues, pero no vayas andar enseñándosela a todo el mundo, y mucho
menos a él; porque después de esas, jamás quiso volver a retratarse.
Sonreí, la guardé en la bolsa de mi saco y salí de ahí antes de que ella
cambiara de parecer. Más tarde, la puse dentro de un sobre blanco que dejé
sobre la cama del tío Clementino con una nota que decía:
Consérvala o destrúyela. Esta vez
la decisión es tuya.
Quizás me estaba metiendo en problemas, pero ¿qué más daba? Esperé hasta
que lo vi entrar a su dormitorio, asegurándome que fuera él y nadie más quien
la encontraría. Nunca supe cuál fue su decisión, ni la verdad de su historia. Únicamente
escuché un liviano y largo sollozo tras abrir el sobre, pero tampoco podía
asegurar que se debía a la fotografía, pues él estaba sumamente afectado por el
alcohol y el abatimiento.
Me alejé del lugar, caminando despacio y pateando las piedras que topaba a
mi paso. Pensé en irme a descansar, porque me sentía somnoliento y bastante
cansado. De pronto, Gonzo apareció de la nada y me asió de los hombros. —¡Beto!
¿Pos dónde andas? —dijo con el aliento impregnado de alcohol—. Ven a echarte
una chela con nosotros, ándale —insistió llevándome con él.
Y llegamos a una lumbrera, que tenía a varias personas reunidas a su
alrededor, familiares y algunos amigos. Me sentí incómodo frente a todos esos
extraños.
—¡Ya échale a Neto la que te pidió, cabrón! —ordenó Varo a un hombre que
cargaba una guitarra y supuse la estaba tocando— que’l Gumer te entone con su
acordión, ¡ándale, ques pa’ hoy! échale porque quiero pedir la de Y por esa calle vive…
Enseguida hallé a Neto, quien estaba sentado en un rincón, abrazado con su
mujer. Su mirada me seguía analizando inquisitoriamente, igual que en la
mañana. La música empezó a sonar y nuevamente lo escuché recriminándome, acusándome;
esta vez en forma de canción:
Cuando yo supe quererte
te abrazaba yo en el puente
Nos quisimos de un jalón
En las tardes tan serenas
Por las verdes arboledas
Me robaste el corazón.
Luego vino el tiempo de agua
Ya no supe dónde andabas
Y todito se acabó…
Quizás era mi imaginación, que no había descansado lo suficiente, o el querer
sentirme especial para él; pero sabía que esos versos estaban dedicados a mí, porque
¿cuántas tardes no habíamos disfrutado así? Comprobé mi teoría cuando siguieron
los demás…
El puente roto lo llamo yo
Por tu cariño que se rajó
Así dejaste mi corazón
Hecho pedazos por tu traición
Ahora tú en el puente roto
Abrazada con el otro
Ni te acuerdas de mi amor
Porque así son las mujeres
Cuando el hombre más las quiere
Siempre pagan con traición…
Me zafé del brazo de Gonzo, y disimulé el disgusto que me provocaba
permanecer en el lugar; de halagado pasé a ser juzgado y criticado. El
estribillo se repitió, y hasta lo vi mover los labios tarareándolo. Gonzo
volvió a abrazarme, preguntándome si no deseaba una canción. Aunque me negué en
un principio, no pensé que se suscitaría una clase de enfrentamiento musical, casi
como el de Pedro Infante y Jorge Negrete en Dos
tipos de cuidado. Acepté el duelo para atrapar la atención de aquél. Yo no
cantaba tan mal las rancheras, después de todo, había participado en una
producción universitaria de José el
soñador, si había salido airoso con Lloyd-Webber, tendría que hacerlo también
con el poeta del pueblo.
Las rimas de Ella contraatacando
las de Tu recuerdo y yo. No volveré frente a La media vuelta. Que te vaya
bonito contra El último trago. Podríamos
haber continuado durante toda la noche, temas nos sobraban para seguirnos
“diciendo las verdades”. Mas quise acabar la rencilla, porque ya no estaba
seguro de mis actos; me sentía tan embriagado como los demás, y sin haberme dopado
con licor. No sé por qué empecé a cantar:
Nada me han enseñado los años
Siempre caigo en los mismos errores
Otra vez a brindar con extraños
Y a llorar por los mismos dolores…
Fue con tal sentimiento, que parecía querer imitar al gran José Alfredo;
pero cuando le dije:
Tómate esta botella conmigo
Y en el último trago me besas
Esperamos que no haya testigos
Por si acaso te diera vergüenza…
Realmente lo pronuncié de la manera más formal y honesta que el habla
pudiera permitirme. Él escondió la mirada por unos momentos, alcancé a ver sus
mejillas encendidas por el rubor del cumplido; y al verme de nuevo, la ira ya
no estaba presente en sus pupilas. Elena, quiso imitar mi ejemplo, pero él la
reprendió tildándola de ridícula.
No voy a negar el pequeño regocijo que obtuve al presenciar la reprenda, ni
el valor que me dio para hablarle. Me acerqué temeroso a un posible rechazo, su
saludo pese a ser cortés fue seco. Sin embargo, me atreví y le solicité una
cita; necesitaba hablar con él, antes de irme con el atardecer como narraba la Cruz de olvido.
—¿Mañana al medio día? —meditó citando mis palabras, en medio de algunas
muecas y sonidos que hizo con la boca—. Bueno, aquí nos vemos pues.
Y le rebatí que ahí no, que lo esperaría en la carretera, donde estaba
aquel letrero mal hecho que decía “Paso del Norte”.
—¡Y ‘hora! ¿Por qué hasta allá? ¿Pa’ qué tan lejos?
No le mencioné más detalles, únicamente hice hincapié que lo estaría
esperando a partir de las doce del mediodía.
Consulté el reloj, eran casi las once de la noche; yo tenía los ojos
exhaustos y todavía lo miré a él unos segundos más; quería tatuarme su angelina
faz en la mirada, que él fuera lo primero y lo último que viera cada día hasta
el final de mi vida; tenía miedo, incluso de parpadear; de cerrarlos rendidos
al agotamiento, porque quizás al abrirlos, ni siquiera me quedaría su recuerdo.
Alguna preocupación intuyó, o sólo adivinó, pero no dudó en confirmarme su
asistencia.
Le sonreí dulcemente y me despedí de él, abrazándolo. Él no me rechazó,
pero tampoco correspondió a mi demostración como la noche de nuestro
reencuentro. Idéntico a un maniático alegando poseer cordura, o al infante que
se aferra a su muñeco de peluche para no perderlo, así yo alegaba poseer la
mayoría de sus sentimientos, y lo mantenía aferrado a mí de igual manera.
Entonces, Neto me susurró que ya no podía respirar, lo solté porque mi
demostración debió ser tan efusiva que lo empecé a asfixiar.
Elena reapareció de pronto, él tosió y dijo que había dado un mal trago de
saliva. Apreté mis propias manos entre sí, sancionándolas por sus ansias
desmedidas. Repetí la cortesía de las buenas noches y decidí retirarme. Fui con
paso torpe, pero firme hacia el cuarto de adobe; luego de la súbita recobra de
memoria, ya no me parecía raro permanecer entre sus paredes. Me tumbé sobre la
primera cama que vi, sin quitarme nada de lo que traía; la cabeza me daba vueltas,
el cuerpo lo sentía demasiado pesado y los ojos me ardían. Aunque estaba
exhausto, tardé en conciliar el sueño; y divagué unos minutos entre lo onírico
y lo real, evocando memorias e inventando otras.
Sentí delirar producto de la fatiga extrema, “¿por qué el amor resultaba
tan sencillo y al mismo tiempo tan complicado?” Fácil se prenda uno de otro ser,
y difícil es arrancárselo del corazón. Pedro le decía a Tita que “el amor no se
piensa, se siente o no se siente…” y yo lo sentía por Neto, un sentimiento
poderoso y ardiente, anhelante y jubiloso que no dudaría en profesarle. Pero Cervantes
escribió que “amor y deseo son dos cosas
diferentes; que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama”.
Sin embargo, ¿acaso no somos elaboraciones de carne y espíritu, de materiales
vívidos que requieren alimentación por igual?, ¿cómo saber la diferencia si yo
tenía ambos para él?, lo había amado desde aquel día en la playa, y lo había
deseado desde que la placentera ansiedad dominó mis sensaciones. Y al transcurso
de los años, conforme crecíamos y convivíamos, el deseo y el amor maduraron
igual al fruto sobre la rama del árbol; y de este modo, esperaba que él recolectara
aquel fruto que habíamos cultivado entre mi tierra y sus rayos de sol; que quisiera
tanto, o más que yo, la unión corpórea de nuestras almas.
Pero de pronto, pareció nulo su interés y el fruto seguía madurando; y yo temía
que se descompusiera, que se agusanara. Dejar que alguien más lo tomara, y se
saciara de él, sólo sirvió para acrecentar un fuego y apetito voraces; tiranizándome
a unas inconmensurables ganas de placer y voluptuosidad, no tardé en corromper aquello
que buscaba proteger. Así obtuve su desprecio, pues cuando Neto me cuestionó sobre
mi experiencia con otros, no pude mentirle, y le dije la verdad. No sólo
mencioné el nombre de Licho, sino también el de otro sujeto.
Honestamente, no requería de este segundo amante, pues mi poca experiencia
en dicha empresa, hacían de Licho uno ideal. No había comparaciones, ni
exigencias; él cumplía su parte del trato y yo la mía. Funcionó por un par de años,
pero quizás el deseo nos subyugaba demasiado, y acabó por volvernos
descuidados; tanto, que Varo no demoró en sospechar de la cercanía entre los
dos. En secreto, nos estudiaba con el mismo entusiasmo que el científico trata
de descifrar los misterios de la naturaleza; pasaba largos periodos con
nosotros, y regresaba más temprano que de costumbre de sus parrandas. En un
principio, no me importó su ridículo juego detectivesco, me daba lo mismo
mientras Licho y yo siguiéramos manteniendo nuestro lascivo y carnal contacto.
El sabernos posibles descubiertos, de un momento a otro, le confería un suculento
y prohibido sabor a cada encuentro.
Las sutilezas caducaron, ardíamos más que antes; apenas cruzábamos la
puerta, la cerrábamos y nos hacíamos girones la ropa, nos violentábamos
ansiosos de padecer el roce de las pieles desnudas; gemíamos y alardeábamos la
pasión que nos poseía al caer la noche. Nos fuimos haciendo más audaces cada
ocasión, hasta rayar en lo descarado. No fue extraño, que Varo nos descubriera
un par de veces a mitad de la copula. Cínicos aguantábamos la risa mientras
torpes nos cubríamos con la cobija y bajo ella finalizábamos lo inconcluso.
Pese a esto, no nos hizo ningún reproche, parecía estar demasiado borracho para
entender por completo la situación, quizás creía que estábamos enamorados o
alguna tontería romántica. Y no pensé en otro consorte hasta que las circunstancias
me orillaron a ello.
El abuelo había encargado a Licho el cuidado de unas vacas durante las
noches; era una tarea que el tío Clementino realizaba, pero tras accidentarse y
quebrarse una pierna, Licho lo supliría. Sin embargo, él hallaba la manera de
escaparse y visitarme, cuando todos dormían, para seguir cumpliendo sus labores
conmigo. El nuevo giro era bueno, ayudaba a avivar el éxtasis entre los
amantes. Pero cuando Varo, comenzó a hacerme ciertos comentarios, entré en
pánico. Él intuía lo mío con Licho, si mencionaba algo de eso a mi padre, yo
estaría condenado para siempre. El miedo no me dejó ver de inmediato, la doble intencionalidad
en sus palabras; quizás quería algún tipo de soborno, dinero para sus juergas o
alcohol; de cualquier modo, no podía dárselo.
—¿Por qué nunca te duermes conmigo, Beto? —comenzó a preguntarme todas las
noches, mientras esperábamos la venida de Morfeo, cada uno recostado en su cama—.
Es lo mismo Licho que yo, los dos somos tus primos.
Y yo respondía, como la Bella a la Bestia respecto a la propuesta de
matrimonio, con una modesta negativa. A pesar de mi constante rehúso, él no
cejaba en su empeño y siguió cuestionándome noche tras noche. No suficiente con
eso, durante el día me lanzaba miradas que buscaban alojarse en mi cabeza,
tactos que ansiaban complicidad, y poco decoro. Aún así, no me confíe de sus
intenciones, pues todos lo acusaban de astuto, además de pícaro y embustero;
con él, se debía andar con extremo cuidado, tal vez aquella actitud sólo era
parte de una trampa, que estaba tendiéndome para corroborar las sospechas sobre
mí.
Mas mi razón ya estaba afectada por
su táctica, lo veía e inevitablemente me estremecía. Y un día; Licho, él y yo
mirábamos una película en la habitación que era de Gonzo, y ahora nos servía
como sala de estar; Licho no tardó en marcharse pues tenía que irse a cuidar
las vacas, entonces Varo y yo nos quedamos solos. Los minutos se hacían largos
y el silencio cada vez más insostenible, recuerdo que veíamos La casa que arde de noche, una película
prohibida, que conseguir sin censura en aquellos tiempos, resultaba toda una
victoria. El título bien podía aplicarse al sitio que nos albergaba, pues la
tensión iba en ascenso, y la temática del filme nos daba la excusa ideal para ceder
ante el deseo.
El corazón me latía con fuerza, y no podía anhelar más la pregunta que
venía todas las noches. De vez en cuando, él me observaba, y lanzaba una mordaz
sonrisa acompañada de una mirada seductora.
—¿No te gusta la película, Beto? —declaró de pronto, ante mi consternada
faz.
Yo moví la cabeza para asentir.
—¿Te molesta si me pongo cómodo? —me preguntó de nuevo.
Volví a recurrir al movimiento para decirle que no.
Varo desabotonó despacio la parte baja de su camisa, luego su pantalón, enseguida
deslizó el cierre de éste, y atónito vislumbre el fardo que de allí se asomaba.
Traté de concentrarme en la pantalla, pero mis ojos regresaban por más; la
curiosidad me carcomía, quería conocer los detalles del viril enigma que ahí se
escondía.
—¿Qué pues? Pareciera que nunca has visto uno, ¿pos no tienes uno tú o qué
chingaos? —rebatió ante mi encendida contemplación.
No pude contradecirlo, estaba hipnotizado como la princesa con la rueca.
—¿Quieres verlo? —me cuestionó con sorna, vanagloriándose el orgullo con la
mano, y con mi intriga.
Con sus dedos tomó el elástico de su ropa interior para descubrirse el
arcano. El éxtasis presto azuzó mis sentidos, y él se regodeó de su triunfo.
—¿Quieres tocarlo? —me tentó viperino ofreciéndomelo sin trueque alguno.
Tembloroso, acerqué la mano despacio hasta que lo tomé con suavidad. Era la
primera vez que palpaba semejante magnitud. Varo parecía complacido con mi
embelesamiento, porque portentoso y férreo se alzaba entre mi puño; su calor
precipitado no me dejaba razonar sabiamente. Recordé mi temor, “¿y si es una
prueba?”, pensé. Lo solté y me alejé de él. Entonces, le pregunté qué quería.
—¿Yo? —declaró con un tono hipócrita—, ¿qué quieres tú?
Le contesté que nada.
Rio. —¿Estás seguro? —me rebatió entre burlas.
Le dije que lo estaba.
—Ya déjate de pendejadas, ¿qué crees que no sé lo que hacen tú y Licho
todas las noches? Pinches putitos.
Salí apresurado, oyéndolo regocijarse por mi flaqueza; sin embargo, no me
dejó en paz, porque a partir de aquel día, inició una serie de bromas contra
mí. Me escondía los zapatos o la ropa, se salía durante las madrugadas a tirar
piedras al techo, o rascar las paredes desde fuera para asustarme con
presencias fantasmales, me quitaba las cobijas o las almohadas; y en una
ocasión, hasta me echó un gato encima mientras dormía. Ni siquiera entendía por
qué se las toleraba, quizás porque me sabía en sus manos. Finalmente un día retomó
su interrogativa de antes.
—¿Por qué no quieres dormirte conmigo, cabrón? —me cuestionó.
“¿Cuál era tú interés por tenerme a tu lado? ¿Un mero capricho? ¿Someterme
por mi debilidad para autenticar tu fuerza? ¿Un trofeo más para la repisa de tu
ego?”
Mas en ese tiempo, yo no me consideraría un premio a ganar; ni mi cuerpo, ni
mi carácter lo eran, todo lo contrario, inestables y desproporcionados
ahuyentarían a cualquiera; pero terminé por ceder. Me quité las cobijas de
encima, me puse en pie, y me metí bajo las suyas. La calidez de su cuerpo
desnudo me abrasó, no transcurrió ni un minuto completo, cuando Varo ya me había
pasado las manos por los muslos, y después por mi estómago para adosarme hacia él.
Sentí su anhelo pujante y creciente detrás de mí, mientras me abrazaba
desesperado.
Rápido encendió mi pasión, como la mecha que hace estallar la pólvora, y me
entregué a las caricias. Su experiencia se volcaba sensual sobre mi cuerpo
inexperto, educándolo, enseñándolo en un arte erótico. Una vez inducido, me
posicionó para la consumación total, usando sus dedos me preparó para el
recibimiento. Lento y seguro, se hundió en mí, generándome leves quejidos de
dolor; porque él era mayor que Licho, no sólo en edad, también en tamaño.
Conforme el vaivén aumentó su frenesí, lo placentero acabó por prevalecer en la
yuxtaposición de los cuerpos, hasta que su simiente desbocó tibia y abundante
en mis adentros. Entonces con más caricias auxilió, y apresuró la salida de la
mía, ascendiéndome al nirvana en medio de ligeros calambres y convulsiones.
—Te dije que era lo mismo —profirió todavía agitado por el gozo.
Empero no había sido así, debía reconocerle la increíble reacción de mi
cuerpo frente al júbilo sexual, como nunca antes lo había hecho. Aunque estaba
eclipsado por Varo y sus dotes amatorios, seguí sosteniendo encuentros con
Licho de manera regular, luego esporádicamente hasta que los hallé aburridos.
Las comparaciones eran inevitables, desde lo anatómico hasta la destreza. Varo
representaba una idea más concreta y acertada de lo que sería estar con Neto, y
tal bosquejo me emocionaba bastante. Pero Licho no se dio por vencido tan
fácil, me rogó durante muchas noches restablecer las relaciones; yo aludía a su
ausencia, y él insistía en llevarme consigo y las vacas, a lo cual jamás accedí.
Un día desistió y dejó de hablarme, me marché sin saber más de su vida. Quizás
por eso, tras años de evitar las caricias masculinas, decidí evocarlas con él;
después de todo, había sido el primero y no lo había honrado por tal galardón.
Aquella noche, Varo y yo no repetimos la lección; pero en las consiguientes
sí. Convirtiéndose en mi maestro, y yo en su discípulo, sobre la doctrina
erógena. Movimientos, posiciones, resistencia, diferentes perspectivas de la
caricia y el beso, métodos diversos de seducción, trucos y maniobras para el
onanismo. Hasta que un día, finalmente comprendí las palabras del príncipe de
los ingenios; el deseo era efímero, se acababa como el hambre con la comida y
la fatiga con el descanso, pero volvía imperioso y acrecentado. No obstante,
los besos y las caricias perdieron su novedoso sabor; no eran más que pasión
exprés, y el hastío vino, como a los israelitas con el maná tras cuarenta años
en el desierto.
No había momento en el que no pensara en Neto, en yacer con él envuelto
entre sus brazos. Porque lo amaba y lo deseaba, cuando una nos empalagara, la
otra nos liberaría, y cuando ambas agonizaran por el tedio, se renovarían de
inmediato, porque estarían cimentadas en un cariño fuerte y activo; al menos de
mi parte. Y un día fortuito, acabé con las lecciones; porque no había más que
enseñar, ni más que aprender. Me olvidé de lo corporal, y me dediqué a sufrir
los estigmas del arquero, pues amor debería ser castigado y obligado a padecer las
torturas de los enamorados.
El letargo me hacía alucinar, porque no tardé en percibir mi cuerpo más
pesado, como si alguien se me hubiese echado encima. Lo último que imaginé fue supersticiones
sobre espectros acosándome; atribuí mi estado al cúmulo recuerdos, y a las distintas
emociones vividas, productos de ellos.
Entonces, escuché una respiración acelerada resoplando en mis oídos, un
cuerpo frío y macizo que comenzaba a temperarse con mi calor, un aliento
envinado. Lo sentía excitado, restregándose contra mí de arriba abajo,
acariciándome, incitándome. De inmediato pensé en Varo, la psique es muy poderosa,
y quizás lancé un extraño llamado al que urgente acudió, porque también deseaba
una remembranza. Me sentía sumo agotado, mas no negado a dársela, así que me
dejé llevar. En todo caso, Neto ya me había juzgado y sentenciado por mi
infidelidad, el castigo lo seguía cumpliendo; si uno se mantenía vigente, ¿por
qué no revivir al otro? Y lo abracé para corresponderle.
La espalda era ancha y sus músculos recios, su pecho sofocaba al mío, y su
boca buscaba desesperada fundirse con la mía. Se lo permití, pese al sabor beodo
que la impregnaba; no recordaba tales besos, aunque ya los había probado con ese
sabor alcoholizado. Anonadado rechacé los siguientes, y al percatarse de ello,
me increpó.
—¿No te gusta o qué? Si antes hasta me rogabas pa’que te los diera.
Y al oír aquella voz, abrí los ojos de golpe; rápido me tenté las bolsas
para hallarme el celular, y alumbrar la habitación; porque esa voz no
pertenecía a Varo.
“¿Quién es este hombre?”
Mientras lo averiguaba luché para que me soltara.
—No te pongas rejego, si desde chiquito te gustaba…
Y me quedé inmóvil frente a semejante declaración.
El sujeto seguía abalanzándose contra mí, queriendo someterme. Di con el
teléfono y lo apreté para encenderlo. La débil luz alumbró la habitación,
tembloroso indagué la oscuridad para descubrir su identidad. Estuve unos
segundos mudo por la conmoción, y con el habla entrecortada, proferí su nombre.
Mis pupilas se dilataron, no podía creer que se tratara de Gonzo. Un shock
nervioso me hizo presa, no tenía memoria sobre los hechos con él; únicamente
vagas imágenes fragmentadas y borrosas, que provenían de una época sin
consciencia, cuando prevalecían la ingenuidad y la inocencia. No había memorias
concretas que me dieran indicio alguno de lo que me decía tan convincente. No
tuve más opción, que interrogarlo y obligar a mi cabeza a rebuscar en los
anales del recuerdo.
—Las novias deben atender a sus novios —declaró intentado girarme para
poseerme.
Comprendí la presencia de aquellos fugaces recuerdos que no entendía, y la
vorágine mental me dio fuerzas para quitármelo de encima; lo hice chocar contra
la pared, y entre su turbación, me levanté apresurado y temblando por los
inusitados nervios, asediado por unas voces incoherentes, y los leves destellos
pretéritos que amenazaban con revelarme más detalles sobre un oscuro secreto.
Abandoné el cuarto en medio de un cuadro de asfixia y horror, con la esperanza
que en el exterior, podría volver a extraviar aquello que no necesitaba
recuperar. Porque ciertas cosas, no son dignas de recordar.
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