Recuerdo —Paso del Norte— Parte 3


Parte 3. REVELACIÓN Memorias Dolorosas

El camino era escalofriante, entre los saltos por la improvisada carretera que formó el tránsito diario, y la oscura profundidad que imperaba, ni la luz de la luna era capaz de atravesar. En mi mente seguía cavilando acerca de Neto y mi situación con él; la decepción en su mirada al saber mi respuesta en aquella ocasión, todavía me lastimaba. Yo permanecí hincado, entre sus piernas, explicando los detalles más minuciosos de ésta. Ni siquiera me percaté del momento exacto en el que se subió el short, sólo recordaba que mi franqueza lo había molestado; y a consecuencia de eso, interrumpió nuestro encuentro, y me había mandado a dormir.
Sentí una pronta angustia y comencé a castañear, Licho me observó de reojo y comenzó a sonreírse burlonamente. —¿Tienes frío o miedo? —me preguntó.
Por orgullo admití que era lo primero. No podía reconocer nada, pero comparando los tiempos del trayecto anterior, ya deberíamos estar por llegar. Sin embargo, Licho detuvo la camioneta, y enseguida pensé que me gastaría una broma en medio de aquel terrorífico paraje. Pero al informarme que habíamos llegado, me extrañé y le cuestioné, ésta no era la casa del abuelo.
—Yo jamás te dije que iba a casa de mi papa, tú te quisites venir —me contestó mientras bajaba unas cosas de la camioneta, un saco y unas cuerdas.
En un descabellado pensamiento, creí que iba a asesinarme cuando lo vi bajar también un pico y una pala, quizás notó mi angustia y por eso me puso sobre la cabeza un casco, el cual tenía una lámpara; entonces intuí que era minero.
—Úsalo no vaya siendo que bajes a saludar al suelo, pisa con cuidado porque está muy piedroso —mencionó al cerrar la puerta del vehículo.
Descendí, y di unos tropezones por no hacerle caso. Le pregunté en dónde trabajaba con esos instrumentos.
—En San Pedro el Alto, para unos canadienses —expresó al encender él mismo la luz del casco—, alúmbrame la puerta pa’ poder quitarle el seguro —me ordenó frente a una modesta casa.
—Pásate. No hay luz, porque casi no vengo pa’cá. Ya soy más de San Luis, allá trabajo y pos de allá es mi mujer. Aquí vengo cuando tengo asuntos cerca de Saltillo, y si vengo muy cansado pos ya no me regreso. Prosperidad viene a echarle un ojo, hay de vez en cuando.
Se refería a su otra hermana, de la que se decía, ayudaría a la tía Constanza a vestir a los Santos.
—Y también le da una limpiada. Por lo mismo casi no hay muebles, sólo está ese sillón y la cama, ¿cuál quieres?
Y antes de responder le volví a preguntar si no iríamos a casa del abuelo.
—¡Ah, pero que suato este! No, yo vine a echarme un sueñito porque no he parado todo el día, yo creo que hasta me dio calentura. Cuando nos saludamos, acababa de comer, no traíba nada en la panza. Ni siquiera me creo que mi papa esté tendido en la caja.
Licho suspiró al encogerse de hombros, y me volvió a preguntar dónde quería dormir, viéndolo como estaba, elegí el sillón. Él se quitó la gorra, las botas y el cinturón y luego se recostó en la cama. Yo únicamente me tumbé sobre el mueble, esperando no encontrarme con alguna alimaña escondida entre su tapizado; pero rápido me despreocupé por ese aspecto, y comencé a inquitarme por otro: el frío. No dejaba de titiritar, me sobaba las extremidades por ratos para intentar generarme un poco de calor.
—¿Tienes frío? —musitó Licho desde la cama.
Esta vez respondí la verdad.
—Creo que traigo una cobija en la troca, déjame ir a ver.
Se puso de nuevo las botas y salió a traerla. Tras unos instantes regresó sin nada.
—Pos no la traíba, ¡qué caray! Pero si no te molesta compartir vente pa’cá, entre los dos nos damos calorcito.
Aunque su ofrecimiento podía sonar con una doble intención; ni sus palabras, ni su tono me dieron indicio de ello. Él se recostó y se hizo hasta la pared para dejarme el espacio libre. No lo pensé demasiado, fui directo a su lado; me recosté dándole la espalda, él se volteó para abrazarme, y su tacto me estremeció de inmediato; su calidez me confortó y comencé a entrar en calor. Me acerqué más a Licho, y él a su vez a mí, nos repegamos hasta que el espacio entre ambos fue nulo. Su respiración se aceleró igual que la mía, nadie decía o hacía nada, únicamente percibíamos nuestros cuerpos pegados, era como si nuestras pieles evocaran un viejo sistema comunicativo. Y recordé aquellas prácticas nocturnas, y llenas de curiosidad suscitadas entre los dos.
Mi padre siempre tuvo sobre mí una inaudita sobreprotección y control; desde cómo vestir, a qué escuela asistir, con qué gente poder hablar, hasta qué música era la adecuada escuchar. Yo supe desde el principio que al elegirlo a él, ese sería el precio a pagar. Empero, no todo era tan malo; una vez aprendida su lógica, fui discreto en mis gustos y preferencias, lo dejaba creer hasta cierto punto, que él tenía la última palabra. Las idas al Paso del Norte se volvieron muy habituales con la desmedida insistencia del abuelo en su proyecto de crecimiento lácteo. Mi padre y yo pasábamos temporadas cortas durante los años, sin contar las fechas festivas, unas en apoyo y otras en oposición. Nunca puse resistencia a tales viajes, principalmente por ver a Neto; pero aparte de él, me brindaban una indómita libertad como a ese cachorro recluido, que sacan en ocasiones de paseo y loco se quiere volver al contemplar el mundo exterior. Quizás el aislamiento había influido, de cierto modo, en mi interacción familiar; mutando ciertos vínculos, pues en ellos debía abastecer muchas de las carencias de mi yo social.
Así, cuando Neto y yo peleábamos, suceso que se hizo frecuente entrada mi pubertad, porque seguramente los cambios físicos hacían drásticos disturbios en mi carácter, desarrollé una relación más cercana con Licho. Quizás era la poca diferencia de edad lo que nos hacía congeniar tan bien, apenas un par de años mayor que yo, o porque requería de un amigo y confidente. Le contaba algunas obviedades disfrazadas de secreto, compartíamos ciertas inquietudes, e incluso unos sinsabores, y hasta la responsabilidad de una que otra travesura. No fue extraño que eligiéramos explorar juntos nuestro despertar sexual.
Las noches eran los mejores momentos para conversar, iguales a divertidas pijamadas; el cuarto de adobe era nuestra casa del árbol, pues aunque lo compartíamos con Varo, él raras veces llegaba antes de la medianoche. Iniciábamos hablando de mujeres, de quién de los dos podría complacerlas mejor o quién tenía mayor longitud respecto al pene. Y una de esas noches, sucedió que, mientras hacíamos esos típicos alardes de hombres, iniciamos una riña de fuerzas y sometimiento que nos traicionó, pues descubrimos que no nos resultaba indiferente las caricias de otro varón.
No sé si él ya lo tenía claro, jamás hablamos de ello formalmente; quizás por vergüenza, o por un orgullo inexistente que asociábamos más a nuestra naturaleza de género, que a la soberbia producto del machismo. Sin embargo, tal reserva del tema, no nos impidió seguir investigando sobre dicho gusto; en mi caso, sólo había indagado la parte psíquica de esta atracción masculina a través de Neto, pero mi cuerpo empezó a solicitar atenciones que por el momento, él no pensaba darme. Licho parecía estar en una situación similar, y aunque desconocía varios aspectos de él, como por ejemplo, si estaba enamorado o sus intereses reales; nunca los averigüé, pues conforme experimentábamos el novedoso método de comunicación basado en lo venéreo, que resultaba tan fácil y placentero, nos olvidamos del otro, y nos habituamos a éste. Pero sin la comunicación tradicional, nos volvimos seres primitivos, seres que únicamente se buscaban para satisfacer una apetencia con tendencias mórbidas.
Comenzamos, igual que ahora, haciéndonos los dormidos que despistadamente se rozaban sin querer, permitiendo que las anatomías se encontraran, se investigaran, se analizaran; dos cuerpos que deseaban cumplir la primera ley de Newton. Con el correr de los días, mi ansia fue mayor a la de él, convirtiéndome en el dinámico, quien tomaba la iniciativa, el cuerpo que actuaba sobre el otro para sacarlo del reposo. El anhelo aumentó gradualmente, la confianza también, y las argucias dejaron de ser útiles; pasamos a probar otras formas más atrevidas para el gozo, como el sexo oral; aunque siempre era yo quien se lo otorgaba. En cierto modo, yo intentaba frenar mis impulsos por ir más allá, porque ilusamente pensaba que en algún momento, compartiría tal experiencia con Neto. Pero todo parecía indicarme lo contrario, cada vez nos distanciábamos más, y nuestras conversaciones sólo empeoraban las circunstancias.
Una noche, cansado de pelear contra mí mismo, me rendí y le entregué a Licho, sin que me lo pidiera, el resto de la virtud que reservaba. Entró en mí apresurado, lo recuerdo bien, respirando acelerado contra mi nuca; tardó un par de minutos en movimiento, y acabó. No hubo palabras, no existían entre nosotros, me dio la espalda y se durmió. Entonces, toda acción tiene una consecuencia, y cuando el frívolo deseo del placer me abandonó, sucumbí a un incomprensible llanto, del que aún no logro explicarme el motivo; un sollozo secreto y callado, quizás provocado porque la vida no es sueño después de todo, porque lo ideal, lo especial, y lo mágico no habían podido cruzar el umbral de la realidad; o simplemente porque el niño había dejado de serlo.
Él tenía presentes aquellas memorias tanto como yo, pues sentía el calor avivándosele entre las piernas y respingándome detrás. Sin embargo, él se mantenía inmóvil, inerte; esperando que yo tomara la iniciativa. Me intrigaba la nueva sazón de sus caricias, tras haber aprendido nuevas recetas amorosas; y a pesar de mis ganas, y de este curioso incentivo, no quise comenzar. No moví ni un dedo, imitando a Job, aguardé a que él tuviera el arrojo para provocarme. Debieron transcurrir varios minutos, porque caí en un estado de somnolencia. Entonces sentí el estrujo de su mano sobre la mía, cerca de mi muslo. Al no hallar réplica, me soltó de golpe y se puso bocarriba mascullando. Con mi inacción trataba de hacerle entender que, entre nosotros, ya no había necesidad de jugar al despistado; pero él parecía no captar el mensaje.
“¿En serio? ¿Sólo un apretón de manos y te darás por vencido?”
No estoy seguro de si esto último lo pensé en voz alta, o sólo en mi cabeza; pero bastó para hacerlo cambiar de parecer. Se volvió hacia mí y con rauda fuerza me besó, con tal ímpetu que no tarde en corresponderle con idéntica entrega. Sus labios y manos poseían más destreza, aunque su complexión siempre había sido rolliza, ahora era hercúlea; sus brazos, piernas, pecho, torso y demás componentes corporales estaban alimentados por el vigor de la labor diaria en las minas, mas no por un cuidado dedicado. El desenfreno nos hizo dar vueltas en el colchón, nos quitamos primero los pantalones, luego desabotoné su camisa y masajeé su pecho con energía, él me ciñó de la cintura obligándome a subírmele encima; nos besamos y me acabó por desvestir. Nuestros cuerpos expelían un ligero e imperceptible vapor, causa del fuego que nos dominaba, un fuego avivado por los recuerdos de un pretérito voluptuoso; era igual a revivir aquella entrega primigenia.
Ya completamente desnudos y sudorosos; yo encima de él, empecé a bambolearme despacio sobre sus caderas, como había visto a muchas mujeres hacerlo para aumentar mi brío; percibir su rostro pintado por los colores del arrebato, y la humedad que destilaba su sexo, desencadenaban mi lascivia apaciguada; aunque su miembro no era de gran volumen, su tacto y desenvolvimiento compensaban la falta. Incrementé el frenesí pélvico, y sin haberse alojado en mis adentros, Licho erupcionó entre espasmos y quejidos constriñéndome con su abrazo como los anillos de una boa. Presenciar y saberme causa de los efectos de su éxtasis, me satisfizo tanto, que ni siquiera busqué alcanzar el mío; aspiré el aroma, degusté el sabor y palpé su clímax hasta el final, luego fui tras su boca para finalizar un delicioso encuentro, empero.
—Somos un par de jotos —declaró mirándome con seriedad.
Supuse que la cordura le había regresado para juzgarnos. Levanté el rostro, alejándome; sin embargo, él empezó a reír, alzó la cara y me besó con la misma pasión de instantes atrás.
—Estás cabrón, no le pides nada a una vieja —me dijo entre mimos—, ¡Uy! No hay nada mejor que revivir los viejos tiempos.
Le sonreí descaradamente, y disfruté del momento, pues sabía que no se repetiría. La experiencia había sido increíble, una oportunidad que había reunido el presente con el pasado, intentar reproducirla de nuevo sólo le restaría mérito y especialidad, así cuando el recuerdo la transformara en un suceso maravilloso, se recrearía para sobrellevar las noches de soledad.
El cielo comenzó a clarear y se podían escuchar los pájaros cantar, el frío matutino hizo que nos vistiéramos de inmediato.
—Me siento bien pinche cansado —confesó Licho en medio de un bostezo—, y tengo harta hambre. Si me duermo ahorita, ya no despierto hasta las cinco y a mi papa lo entierran a las once.
Me había olvidado del abuelo y su despedida. Sentí vergüenza, como si le hubiese hecho una imperdonable ofensa. Supongo que era más la superstición que rodea a los muertos, esa que los convierte en seres admirables y llenos de bondad. El abuelo tenía lo suyo, me daba miedo unas veces, pues tenía la habilidad de hacer creíble lo increíble, por medio de su discurso; recuerdo algunas historias ilógicas que nos contaba, y lo hacía de tal manera que las di por verdaderas durante mucho tiempo. Me dijo la tía Constanza que en sus últimos días, esto se volvió su maldición; la convivencia con él era difícil, la razón iba y le venía; ya no sabían si le quedaba algo de cabalidad, porque ya no reconocía nada, ni a nadie; se turnaban para cuidarlo en las noches, pues en una ocasión había amenazado al tío Cayetano con el machete, y temían por sus vidas. El abuelo había perdido el juicio lentamente, y quizás yo acabaría igual. Pero siguiendo su filosofía refranera, lo bailado nadie me lo podía quitar, más valía pedir perdón que permiso; y al final de cuentas, el vivo al gozo y el muerto al pozo. Lo hecho, hecho estaba.
Partimos a casa del abuelo, fue imposible acercarnos en la camioneta, Licho tuvo que estacionarla en la casa del tío Clementino, a donde había ido a parar la noche anterior durante mi desorientación. Era un terreno gigantesco, que no tenía lindero en toda su extensión, el abuelo les había dado a todos sus hijos un pedazo para levantar sus casas, por eso todas estaban pegadas y se confundían los límites. Recorrimos los matorrales de la noche anterior; la pesadumbre invadió el ambiente, se sentía frío, pese a que el sol iluminaba con sus rayos. Debían ser aproximadamente las nueve de la mañana, el número de congregados se había duplicado, el abuelo era una persona muy estimada. Anduvimos entre aquella muchedumbre, permanecí cerca de Licho por temor a perderme y no encontrar salida, no tenía ni idea de dónde estaban mi padre o demás tíos. Sin embargo, percibí una mirada, tan dura y pesada que me causó una ligera incomodidad, no tardé en hallar a su dueño; se trataba de Neto, quien atendía la llegada de la familia de su esposa, a su lado estaban la tía Constanza y aquella; yo quería preguntarle acerca de mi padre, así que me acerqué a ellos. Licho me siguió al igual que la mirada de Neto, la cual parecía la filosa hoja de una espada atravesando mi carne. Dimos el saludo de los buenos días, todos respondieron menos él; la tía Constanza nos sonrió tenuemente.
—¡Qué cara, chamacos! ¿Ya almorzaron? —preguntó.
Moví la cabeza en negativa y le cuestioné el paradero de mi padre.
—Se fue a dormir un rato, ¿y tú, no descansates? Te veo los ojos muy cansados, Beto. ¿No dormiste bien en casa de Neto? —dijo mientras me acariciaba la mejilla.
Le expliqué la situación, omitiendo algunos detalles, y volvió a sonreírme. Neto, aunque no estaba dentro de nuestra conversación, se mantenía atento a ésta; cuando Licho expresó que no habíamos dormido por estar platicando, la mirada del otro terminó por cercenarme. Lo vi en sus ojos, era como si ellos me hablaran, lo escuché acusándome, insultándome, despreciándome, reprobándome; seguramente se refería a mí con adjetivos despreciativos, obviamente todos ellos en femenino, por supuesto, como buen macho, para intensificar mis faltas y manifestar su desacuerdo. Le palmeé la espalda a Licho, invitándolo a acompañarme a desayunar. No era extraño tener una pequeña consideración con el hombre, que después de todo, y a pesar de mí mismo, había sido el primero en mi vida.
Neto nos persiguió hasta que estuvimos fuera de su alcance visual. No era la primera vez que actuaba así conmigo, ya conocía su versión rencorosa y viperina. La mañana siguiente a nuestro fallido encuentro, desperté y él ya no estaba; en ese momento me quedó muy claro que las cosas habrían de cambiar entre los dos. El Neto agradable, amable, cortés y amoroso se volvió todo lo contrario; me hería a la menor provocación con sus palabras, o simplemente con su actitud pedante e indiferente. Dejamos de tratarnos con respeto, a veces creía odiarlo; no necesité de las agresiones de otros para caerme a pedazos, con las suyas fue suficiente, y hasta me sobró. Así pasamos casi un año, pero él aún me tenía reservada la estocada final, un día anunció que finalmente se casaría; a los dos meses se celebraron las nupcias, y yo acabé por romperme como el frágil cristal de un espejo.
En ruinas, y sin otro sentimiento que la tristeza reinando en mi pecho, cedí a la insistencia de mi padre, y marché al extranjero; allá no sólo aprendí una excelsa educación, también aprendí a sanar los hematomas, a suprimir todos los recuerdos de esa vida tan agridulce. Con los años, me transformé en el destacable abogado Alberto Duarte, y el título fue la última complacencia que le hice a mi padre; es patente, él no me quitaría el yugo tan fácil. Un día, sin más explicación, renuncié al trabajo que él me había conseguido, y desaparecí del mapa; obligándole a otorgarme la libertad. Me mudé a Ontario, Canadá; con unos amigos de la universidad que me ayudaron a establecerme, conseguí un empleo remunerado, alquilé un departamento, y en unos años, abrí mi propio despacho. Respecto al ámbito sentimental, salí con varias mujeres, nunca nada demasiado formal, mas no porque rehuyera de ello, sólo que no se lograba la conexión fuera del sexo; quizás con otro hombre pudiese obtenerla, pero tras Neto y el Paso del Norte, no estuve con ninguno; no por falta de ganas u oportunidades, pues tuve muchas, era por mantener el juramento que le había hecho a él.
Pese a estos detalles, mi vida me placía; tanto, que un día busqué a mi madre, y retomé el contacto con ella. Yo era quien la llamaba esporádicamente, porque no me atrevía a darle mi número. Dos años atrás, me convenció de asistir a la renovación de sus votos matrimoniales con su segundo esposo, ahí me enteré que mi padre le había ocultado el distanciamiento. Sabrá los cielos que me dio estar con ella de nuevo, que le di mis datos, por si deseaba visitarme alguna vez en Canadá. Sin embargo, transfirió la invitación a mi padre, y un día él apareció en mi puerta. Primero me observó con cierto coraje, me abofeteó, y luego me abrazó. Mi padre era un especialista del chantaje emocional, si existiera una enseñanza sobre este asunto, él sería el profesor indicado para impartirla. Había aplicado su habilidad en mi madre, y ahora buscaba hacerlo conmigo, apelando a una deuda sentimental que yo ni siquiera sentía, pues ya se la había pagado con creces al aguantar su imposición, y frustración por más de dieciséis años. Le permití desahogarse, y recriminarme todo cuanto hizo por mí; pero ya lo conocía bastante bien, sabía sus métodos, y fui tan insensible que me entra un extraño remordimiento cada vez que lo recuerdo.
Al verme indiferente, recurrió a lo del abuelo. —Tu abuelo Carmen está muy mal, si a mí no me sientes, deberías tenerle un poco de consideración a él, ¿no decías quererlo mucho, ya no recuerdas cuánto te emocionabas por visitarlo?
Y en ese instante busqué en mi cabeza tales memorias, pero no las hallé. De cualquier manera, no cedí hasta que comprendí lo efímero de la vida; entonces opté por regresar. Al reencontrarme con Neto, me di cuenta que había dejado inconclusa la vieja historia, y me había inventado una nueva, como hacía el abuelo, pero para volverla real tenía que ponerle fin a la anterior.
Luego de desayunar, tuve más energía para mantenerme despierto. Enseguida tomé un baño y me vestí de luto. Cuando regresé al patio, el número de gentes había vuelto a crecer, parecían un tapiz de colores sombríos cubriendo el suelo. El tío Cayetano le informó a mi padre que había llegado la hora; el cura había oficiado la misa de despedida ahí mismo, debido a la cantidad de personas reunidas era imposible tenerlas en la pequeña, y según recuerdo, maltrecha iglesia del pueblo. Ambos se dirigieron junto al tío Clementino, y tomaron una posición a los lados del féretro para conformar el cortejo al cementerio. Gonzo, Varo, Licho y Neto se acercaron también; todos levantaron al abuelo para cargarlo entre los hombros. Yo me quedé a unos pasos detrás, con la tía Constanza y demás parientes, pues no sentí cavidad, ni obligación de acudir.
El cura se posicionó al frente de la procesión, acompañado de un par de monaguillos; una banda de viento comenzó a tocar aquella canción que a él gustaba mucho, decían que la había dedicado a una novia que en su juventud lo había abandonado por otro:
Cariñito de mi vida dime adiós porque me voy, no te quiero ver llorar…
La frase aún no terminaba, cuando la tía Constanza reventó en adolorido llanto sobre mí.
Yo no tardaré en volver, aunque yo me vaya lejos no te dejo de querer…
Las demás mujeres sollozaron también, e iniciamos la caminata dejando una leve estela de polvo; no tardamos en avistar las cruces sobresaliendo de la tierra seca. Cruzamos el desgastado arco que servía de entrada al panteón, siguiendo un camino maltrecho, que nos condujo al agujero cavado por los sepultureros; entonces el abuelo estaba por descender a la morada final en compañía de la Cruz de madera, y todos, mi padre incluido, dieron rienda suelta a una tristeza reprimida, que emergió con gritos y lágrimas. Me rehusaba a llorar, porque antes lo hacía en respuesta a cualquier afrenta, y con los años acoracé el carácter y deseché la debilidad. Aunque la mezcla de sonidos e imágenes consiguió atravesar la gélida cubierta en mi pecho, mis ojos ni siquiera se humedecieron. Media hora después, todo acabó, la cotidianidad imperó de nuevo con un aire melancólico.
Volvimos a la casa junto con las gentes más cercanas del abuelo, porque había dejado instrucciones precisas, supongo que ya había perdido el juicio, para agasajar con comida, bebida y música a sus invitados más especiales. De inmediato, aquello cambió de la tristeza a la alegría; la banda tocó unas cuantas canciones más, y eufóricos por el cúmulo de diversas emociones, aunado al alcohol, transformaron la reunión en una fiesta. Percibiéndome ajeno a esa caótica celebración de la vida y la muerte, busqué a la tía Constanza para que me permitiera dormir un par de horas en su habitación. La encontré en la modesta sala, revisando unas cajas mohosas y carcomidas, supuse pertenecían al difunto.
—Así es chamaco, son unas cosas de mi papa. Las tenía allá, por el tejaban, abandonadas; de purito milagro las pude traer pa’cá sin que se me deshicieran en el camino. Vamos a ver qué hallamos, algún tesoro si bien nos va, o en una desas, pura basura —dijo con voz afable.
Y picado por la curiosidad, me senté a su lado para enterarme de los pormenores. Periódicos viejos que traían alguna noticia destacable, como las olimpiadas en México, o sobre el temblor del ochenta y cinco que derribó parte de la ciudad; agendas y libretas amarillentas, pero con las hojas sin gastar; unos cuantos tomos de enciclopedias, que contenían flores y plantas disecadas entre las páginas; litografías carcomidas, almanaques, llaves y candados oxidados, hasta unos clavos; uno que otro alacrán seco, y una pistola star casi destartalada.
Una de las cajas estaba llena de viejas historietas de Kaliman.
—Cayetano se va a poner muy feliz —musitó la tía Constanza—, él juntaba estas revistas, eran su tesoro más preciado, se iba caminando hasta San Fernando para conseguirlas porque pos aquí no llegaban. Mi papa no era un santo, tenía sus detalles, como todos verdá. Y ya sabrás, los dos con el mismo genio del diablo cuando se peliaban; mi papa siempre amenazaba con quemárselas, y en uno de tantos pleitos le dijo que se las había quemado; Cayetano se quedó mudo, pos no dejaba de ser su papa, aunque en su mirada vi como le desiaba mal, pero pos es el coraje el que nos hace hacer tonteras.
En la última caja, la más chica de las tres, había montones de papeles; eran recibos de pagos y deudas, antigua correspondencia y viejas fotos. Mi curiosidad empezaba a disiparse, cuando una de las fotografías resbaló de las manos de la tía Constanza; no pudo esconder la admiración que le provocó aquella imagen.
—Yo creíba que las había destruido todas —confesó sorprendida sin dejar de observarla—. Mira, ese es tu tío Clementino de joven —dijo dándome la fotografía.
Era una imagen desgastada, maltratada por el paso del tiempo, y por una malsana envidia; a pesar de esto, claramente se podía vislumbrar a un hermoso varón: un mancebo con sombrero, no mayor a los dieciocho años, de galante mirada y bello rostro; con un cuerpo fornido, que lucía a torso desnudo. La recreación luminosa había capturado y conservado, idéntico a un clásico busto esculpido en mármol, toda la magnificencia de aquel hombre que alguna vez existió. Me levanté y me asomé a la ventana para cotejar las pruebas, miré al tío Clementino, y parecía una absurda broma que ambos fueran la misma persona; sin embargo, lo examiné con detenimiento, y hallé debajo de las arrugas, la gordura y el descuido; la mirada de la fotografía. La imagen también mostraba gran parecido con Gonzo y Varo, pude comprender de donde habían heredado el porte recio y galante.
—El tiempo nos transforma a todos —expresó la tía Constanza entre suspiros.
Le respondí, con leve ironía, que había un hombre llamado Dorian Gray al que el tiempo no había podido transformar, y que ojalá el tío Clementino hubiera conocido su secreto de conservación.
Ella no entendió, o no me hizo caso y sólo suspiró de nuevo. —A veces ser tan guapos les trastorna la cabeza, no se conforman con lo que Dios Padre les dio y se condenan. Tu tío era muy guapo, tanto que no jalló llenadera con las mujeres, y pos tuvo que buscar con otros hombres —declaró avergonzada, luego con tono más bajo, prosiguió—. La gente decía que andaba con un maistro de Zacatecas, desos que venían a dar clases a la escuelita. Se decía quesque eran amantes, porque más de una vez los vieron bien ayuntados, como los perros, allá en el monte. ¡Madre mía de Guadalupe! ¡Sabrá María Santísima cuantas porquerías no habrán hecho! Cuando llegó a oídos de mi papa, le dio una cuereada de aquellas, hasta sangre le sacó. Le jalló fotos y otras cosas que enseguidita quemó, yo namás vi las fotos que eran iguales a esa, pero con menos ropa, ¡nombre! ¡Mi papa echaba lumbre del coraje! Y pos de joto no lo bajó. Habló con unos amigos politiquillos, y hizo que cambiaran al maistro; no sin antes darle una buena lección también a él, por si las dudas, porque ya ves que dice el dicho: cuando el río suena es porque agua lleva, piensa mal y acertarás.
“¿Y luego?”, le pregunté absorto, tras quedarse callada.
—Pos las habladurías siguieron, y mi papa mejor lo casó con tu tía Gudelia, le dio unas vacas y un pedazo de tierra pa’que la trabajara, y todo se olvido después. Pero pos las cosas ya no fueron iguales, Clementino perdió la voluntá, el interés de la vida, nunca volvió a importarle nada, ni siquiera sus chamacos.
Me quedé en silencio contemplando la desgastada fotografía, sintiendo una profunda lástima que deseaba emerger de mis ojos, acuosa y salina. Mi madre me había platicado una anécdota complementaria, ella tenía una suerte insólita para enterarse de cosas, supongo tenía cara de desahogo o algo así. Y una vez, el abuelo medio alcoholizado, le había confesado porque la tía Constanza nunca se había casado.
—Dice que fue por ayudarme a mí con sus dos hermanos, pero mentira. Mi muchacha quedó ciscada como las mulas, porque el novio se entendía mejor con el hermano, que con ella —platicaba mi mamá recreando sus palabras.
Luego el tendero don Nabor, le había dado más información al respecto.
—Pos más que amor, yo pienso que se le volvió capricho. Ciertamente el muchacho era muy atento, pero no namás con ella, con todo el mundo. Era bien respetuoso y educado, nunca le vi una actitud grosera, o de sentirse superior a uno; ya ve que todos los que estudian, y se preparan luego, luego se vuelven ancina; pero pos él no, ya le digo, era muy respetuoso. No merecía todo el mal que mi compadre Carmen le hizo, verdá de Dios; porque Constanza era una chamaca babosa, que le llenaba la cabeza de purititas tarugadas; si lo sabré yo que soy su padrino. Pos hasta Clementino la pagó, como eran bien amigos; uno buscaba al otro pa’todo, si se tenían harta ley y cariño de hermanos. Y pos ya le digo, la chamaca hasta celos sintió de su propio hermano, y pos voy a creer, los acusó de hartas cochinadas que dudo jueran verdá. Y eso ya no era amor, ya era una cosa fea.
Y tal revelación, justificó la mala fe que mi madre le había tenido desde siempre, pues la culpaba por los errores en el carácter de mi padre.
—Si tu padre es así, es por ella, porque así lo dejó ser. Es mala y venenosa —me decía tras discutir con él.
Aunque faltaban piezas en el rompecabezas, lo resolví con las que tenía, y me hice mi propia versión: la trágica historia de amor entre dos sujetos condenados por su género. Respiré para disipar la pena, entonces cuestioné a la tía Constanza si también devolvería la fotografía a su dueño.
—¡Ay no, chamaco! ¿Pa’qué? Es nomás remover viejas heridas, haré de cuenta que nunca la vi otra vez —comentó con las manos aferradas a su regazo.
Sin más, le pedí si podía quedármela, entonces me miró con cierto recelo, intentando averiguar mis intenciones. Le di un argumento absurdo, que de todos tenía un recuerdo, menos del tío Clementino.
—Quédatela pues, pero no vayas andar enseñándosela a todo el mundo, y mucho menos a él; porque después de esas, jamás quiso volver a retratarse.
Sonreí, la guardé en la bolsa de mi saco y salí de ahí antes de que ella cambiara de parecer. Más tarde, la puse dentro de un sobre blanco que dejé sobre la cama del tío Clementino con una nota que decía:
Consérvala o destrúyela. Esta vez la decisión es tuya.
Quizás me estaba metiendo en problemas, pero ¿qué más daba? Esperé hasta que lo vi entrar a su dormitorio, asegurándome que fuera él y nadie más quien la encontraría. Nunca supe cuál fue su decisión, ni la verdad de su historia. Únicamente escuché un liviano y largo sollozo tras abrir el sobre, pero tampoco podía asegurar que se debía a la fotografía, pues él estaba sumamente afectado por el alcohol y el abatimiento.
Me alejé del lugar, caminando despacio y pateando las piedras que topaba a mi paso. Pensé en irme a descansar, porque me sentía somnoliento y bastante cansado. De pronto, Gonzo apareció de la nada y me asió de los hombros. —¡Beto! ¿Pos dónde andas? —dijo con el aliento impregnado de alcohol—. Ven a echarte una chela con nosotros, ándale —insistió llevándome con él.
Y llegamos a una lumbrera, que tenía a varias personas reunidas a su alrededor, familiares y algunos amigos. Me sentí incómodo frente a todos esos extraños.
—¡Ya échale a Neto la que te pidió, cabrón! —ordenó Varo a un hombre que cargaba una guitarra y supuse la estaba tocando— que’l Gumer te entone con su acordión, ¡ándale, ques pa’ hoy! échale porque quiero pedir la de Y por esa calle vive
Enseguida hallé a Neto, quien estaba sentado en un rincón, abrazado con su mujer. Su mirada me seguía analizando inquisitoriamente, igual que en la mañana. La música empezó a sonar y nuevamente lo escuché recriminándome, acusándome; esta vez en forma de canción:

Cuando yo supe quererte
te abrazaba yo en el puente
Nos quisimos de un jalón
En las tardes tan serenas
Por las verdes arboledas
Me robaste el corazón.
Luego vino el tiempo de agua
Ya no supe dónde andabas
Y todito se acabó…

Quizás era mi imaginación, que no había descansado lo suficiente, o el querer sentirme especial para él; pero sabía que esos versos estaban dedicados a mí, porque ¿cuántas tardes no habíamos disfrutado así? Comprobé mi teoría cuando siguieron los demás…

El puente roto lo llamo yo
Por tu cariño que se rajó
Así dejaste mi corazón
Hecho pedazos por tu traición
Ahora tú en el puente roto
Abrazada con el otro
Ni te acuerdas de mi amor
Porque así son las mujeres
Cuando el hombre más las quiere
Siempre pagan con traición…

Me zafé del brazo de Gonzo, y disimulé el disgusto que me provocaba permanecer en el lugar; de halagado pasé a ser juzgado y criticado. El estribillo se repitió, y hasta lo vi mover los labios tarareándolo. Gonzo volvió a abrazarme, preguntándome si no deseaba una canción. Aunque me negué en un principio, no pensé que se suscitaría una clase de enfrentamiento musical, casi como el de Pedro Infante y Jorge Negrete en Dos tipos de cuidado. Acepté el duelo para atrapar la atención de aquél. Yo no cantaba tan mal las rancheras, después de todo, había participado en una producción universitaria de José el soñador, si había salido airoso con Lloyd-Webber, tendría que hacerlo también con el poeta del pueblo.
Las rimas de Ella contraatacando las de Tu recuerdo y yo. No volveré frente a La media vuelta. Que te vaya bonito contra El último trago. Podríamos haber continuado durante toda la noche, temas nos sobraban para seguirnos “diciendo las verdades”. Mas quise acabar la rencilla, porque ya no estaba seguro de mis actos; me sentía tan embriagado como los demás, y sin haberme dopado con licor. No sé por qué empecé a cantar:

Nada me han enseñado los años
Siempre caigo en los mismos errores
Otra vez a brindar con extraños
Y a llorar por los mismos dolores…

Fue con tal sentimiento, que parecía querer imitar al gran José Alfredo; pero cuando le dije:
Tómate esta botella conmigo
Y en el último trago me besas
Esperamos que no haya testigos
Por si acaso te diera vergüenza…

Realmente lo pronuncié de la manera más formal y honesta que el habla pudiera permitirme. Él escondió la mirada por unos momentos, alcancé a ver sus mejillas encendidas por el rubor del cumplido; y al verme de nuevo, la ira ya no estaba presente en sus pupilas. Elena, quiso imitar mi ejemplo, pero él la reprendió tildándola de ridícula.
No voy a negar el pequeño regocijo que obtuve al presenciar la reprenda, ni el valor que me dio para hablarle. Me acerqué temeroso a un posible rechazo, su saludo pese a ser cortés fue seco. Sin embargo, me atreví y le solicité una cita; necesitaba hablar con él, antes de irme con el atardecer como narraba la Cruz de olvido.
—¿Mañana al medio día? —meditó citando mis palabras, en medio de algunas muecas y sonidos que hizo con la boca—. Bueno, aquí nos vemos pues.
Y le rebatí que ahí no, que lo esperaría en la carretera, donde estaba aquel letrero mal hecho que decía “Paso del Norte”.
—¡Y ‘hora! ¿Por qué hasta allá? ¿Pa’ qué tan lejos?
No le mencioné más detalles, únicamente hice hincapié que lo estaría esperando a partir de las doce del mediodía.
Consulté el reloj, eran casi las once de la noche; yo tenía los ojos exhaustos y todavía lo miré a él unos segundos más; quería tatuarme su angelina faz en la mirada, que él fuera lo primero y lo último que viera cada día hasta el final de mi vida; tenía miedo, incluso de parpadear; de cerrarlos rendidos al agotamiento, porque quizás al abrirlos, ni siquiera me quedaría su recuerdo. Alguna preocupación intuyó, o sólo adivinó, pero no dudó en confirmarme su asistencia.
Le sonreí dulcemente y me despedí de él, abrazándolo. Él no me rechazó, pero tampoco correspondió a mi demostración como la noche de nuestro reencuentro. Idéntico a un maniático alegando poseer cordura, o al infante que se aferra a su muñeco de peluche para no perderlo, así yo alegaba poseer la mayoría de sus sentimientos, y lo mantenía aferrado a mí de igual manera. Entonces, Neto me susurró que ya no podía respirar, lo solté porque mi demostración debió ser tan efusiva que lo empecé a asfixiar.
Elena reapareció de pronto, él tosió y dijo que había dado un mal trago de saliva. Apreté mis propias manos entre sí, sancionándolas por sus ansias desmedidas. Repetí la cortesía de las buenas noches y decidí retirarme. Fui con paso torpe, pero firme hacia el cuarto de adobe; luego de la súbita recobra de memoria, ya no me parecía raro permanecer entre sus paredes. Me tumbé sobre la primera cama que vi, sin quitarme nada de lo que traía; la cabeza me daba vueltas, el cuerpo lo sentía demasiado pesado y los ojos me ardían. Aunque estaba exhausto, tardé en conciliar el sueño; y divagué unos minutos entre lo onírico y lo real, evocando memorias e inventando otras.
Sentí delirar producto de la fatiga extrema, “¿por qué el amor resultaba tan sencillo y al mismo tiempo tan complicado?” Fácil se prenda uno de otro ser, y difícil es arrancárselo del corazón. Pedro le decía a Tita que “el amor no se piensa, se siente o no se siente…” y yo lo sentía por Neto, un sentimiento poderoso y ardiente, anhelante y jubiloso que no dudaría en profesarle. Pero Cervantes escribió que  “amor y deseo son dos cosas diferentes; que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama”. Sin embargo, ¿acaso no somos elaboraciones de carne y espíritu, de materiales vívidos que requieren alimentación por igual?, ¿cómo saber la diferencia si yo tenía ambos para él?, lo había amado desde aquel día en la playa, y lo había deseado desde que la placentera ansiedad dominó mis sensaciones. Y al transcurso de los años, conforme crecíamos y convivíamos, el deseo y el amor maduraron igual al fruto sobre la rama del árbol; y de este modo, esperaba que él recolectara aquel fruto que habíamos cultivado entre mi tierra y sus rayos de sol; que quisiera tanto, o más que yo, la unión corpórea de nuestras almas.
Pero de pronto, pareció nulo su interés y el fruto seguía madurando; y yo temía que se descompusiera, que se agusanara. Dejar que alguien más lo tomara, y se saciara de él, sólo sirvió para acrecentar un fuego y apetito voraces; tiranizándome a unas inconmensurables ganas de placer y voluptuosidad, no tardé en corromper aquello que buscaba proteger. Así obtuve su desprecio, pues cuando Neto me cuestionó sobre mi experiencia con otros, no pude mentirle, y le dije la verdad. No sólo mencioné el nombre de Licho, sino también el de otro sujeto.
Honestamente, no requería de este segundo amante, pues mi poca experiencia en dicha empresa, hacían de Licho uno ideal. No había comparaciones, ni exigencias; él cumplía su parte del trato y yo la mía. Funcionó por un par de años, pero quizás el deseo nos subyugaba demasiado, y acabó por volvernos descuidados; tanto, que Varo no demoró en sospechar de la cercanía entre los dos. En secreto, nos estudiaba con el mismo entusiasmo que el científico trata de descifrar los misterios de la naturaleza; pasaba largos periodos con nosotros, y regresaba más temprano que de costumbre de sus parrandas. En un principio, no me importó su ridículo juego detectivesco, me daba lo mismo mientras Licho y yo siguiéramos manteniendo nuestro lascivo y carnal contacto. El sabernos posibles descubiertos, de un momento a otro, le confería un suculento y prohibido sabor a cada encuentro.
Las sutilezas caducaron, ardíamos más que antes; apenas cruzábamos la puerta, la cerrábamos y nos hacíamos girones la ropa, nos violentábamos ansiosos de padecer el roce de las pieles desnudas; gemíamos y alardeábamos la pasión que nos poseía al caer la noche. Nos fuimos haciendo más audaces cada ocasión, hasta rayar en lo descarado. No fue extraño, que Varo nos descubriera un par de veces a mitad de la copula. Cínicos aguantábamos la risa mientras torpes nos cubríamos con la cobija y bajo ella finalizábamos lo inconcluso. Pese a esto, no nos hizo ningún reproche, parecía estar demasiado borracho para entender por completo la situación, quizás creía que estábamos enamorados o alguna tontería romántica. Y no pensé en otro consorte hasta que las circunstancias me orillaron a ello.
El abuelo había encargado a Licho el cuidado de unas vacas durante las noches; era una tarea que el tío Clementino realizaba, pero tras accidentarse y quebrarse una pierna, Licho lo supliría. Sin embargo, él hallaba la manera de escaparse y visitarme, cuando todos dormían, para seguir cumpliendo sus labores conmigo. El nuevo giro era bueno, ayudaba a avivar el éxtasis entre los amantes. Pero cuando Varo, comenzó a hacerme ciertos comentarios, entré en pánico. Él intuía lo mío con Licho, si mencionaba algo de eso a mi padre, yo estaría condenado para siempre. El miedo no me dejó ver de inmediato, la doble intencionalidad en sus palabras; quizás quería algún tipo de soborno, dinero para sus juergas o alcohol; de cualquier modo, no podía dárselo.
—¿Por qué nunca te duermes conmigo, Beto? —comenzó a preguntarme todas las noches, mientras esperábamos la venida de Morfeo, cada uno recostado en su cama—. Es lo mismo Licho que yo, los dos somos tus primos.
Y yo respondía, como la Bella a la Bestia respecto a la propuesta de matrimonio, con una modesta negativa. A pesar de mi constante rehúso, él no cejaba en su empeño y siguió cuestionándome noche tras noche. No suficiente con eso, durante el día me lanzaba miradas que buscaban alojarse en mi cabeza, tactos que ansiaban complicidad, y poco decoro. Aún así, no me confíe de sus intenciones, pues todos lo acusaban de astuto, además de pícaro y embustero; con él, se debía andar con extremo cuidado, tal vez aquella actitud sólo era parte de una trampa, que estaba tendiéndome para corroborar las sospechas sobre mí.
 Mas mi razón ya estaba afectada por su táctica, lo veía e inevitablemente me estremecía. Y un día; Licho, él y yo mirábamos una película en la habitación que era de Gonzo, y ahora nos servía como sala de estar; Licho no tardó en marcharse pues tenía que irse a cuidar las vacas, entonces Varo y yo nos quedamos solos. Los minutos se hacían largos y el silencio cada vez más insostenible, recuerdo que veíamos La casa que arde de noche, una película prohibida, que conseguir sin censura en aquellos tiempos, resultaba toda una victoria. El título bien podía aplicarse al sitio que nos albergaba, pues la tensión iba en ascenso, y la temática del filme nos daba la excusa ideal para ceder ante el deseo.
El corazón me latía con fuerza, y no podía anhelar más la pregunta que venía todas las noches. De vez en cuando, él me observaba, y lanzaba una mordaz sonrisa acompañada de una mirada seductora.
—¿No te gusta la película, Beto? —declaró de pronto, ante mi consternada faz.
Yo moví la cabeza para asentir.
—¿Te molesta si me pongo cómodo? —me preguntó de nuevo.
Volví a recurrir al movimiento para decirle que no.
Varo desabotonó despacio la parte baja de su camisa, luego su pantalón, enseguida deslizó el cierre de éste, y atónito vislumbre el fardo que de allí se asomaba. Traté de concentrarme en la pantalla, pero mis ojos regresaban por más; la curiosidad me carcomía, quería conocer los detalles del viril enigma que ahí se escondía.
—¿Qué pues? Pareciera que nunca has visto uno, ¿pos no tienes uno tú o qué chingaos? —rebatió ante mi encendida contemplación.
No pude contradecirlo, estaba hipnotizado como la princesa con la rueca.
—¿Quieres verlo? —me cuestionó con sorna, vanagloriándose el orgullo con la mano, y con mi intriga.
Con sus dedos tomó el elástico de su ropa interior para descubrirse el arcano. El éxtasis presto azuzó mis sentidos, y él se regodeó de su triunfo.
—¿Quieres tocarlo? —me tentó viperino ofreciéndomelo sin trueque alguno.
Tembloroso, acerqué la mano despacio hasta que lo tomé con suavidad. Era la primera vez que palpaba semejante magnitud. Varo parecía complacido con mi embelesamiento, porque portentoso y férreo se alzaba entre mi puño; su calor precipitado no me dejaba razonar sabiamente. Recordé mi temor, “¿y si es una prueba?”, pensé. Lo solté y me alejé de él. Entonces, le pregunté qué quería.
—¿Yo? —declaró con un tono hipócrita—, ¿qué quieres tú?
Le contesté que nada.
Rio. —¿Estás seguro? —me rebatió entre burlas.
Le dije que lo estaba.
—Ya déjate de pendejadas, ¿qué crees que no sé lo que hacen tú y Licho todas las noches? Pinches putitos.
Salí apresurado, oyéndolo regocijarse por mi flaqueza; sin embargo, no me dejó en paz, porque a partir de aquel día, inició una serie de bromas contra mí. Me escondía los zapatos o la ropa, se salía durante las madrugadas a tirar piedras al techo, o rascar las paredes desde fuera para asustarme con presencias fantasmales, me quitaba las cobijas o las almohadas; y en una ocasión, hasta me echó un gato encima mientras dormía. Ni siquiera entendía por qué se las toleraba, quizás porque me sabía en sus manos. Finalmente un día retomó su interrogativa de antes.
—¿Por qué no quieres dormirte conmigo, cabrón? —me cuestionó.
“¿Cuál era tú interés por tenerme a tu lado? ¿Un mero capricho? ¿Someterme por mi debilidad para autenticar tu fuerza? ¿Un trofeo más para la repisa de tu ego?”
Mas en ese tiempo, yo no me consideraría un premio a ganar; ni mi cuerpo, ni mi carácter lo eran, todo lo contrario, inestables y desproporcionados ahuyentarían a cualquiera; pero terminé por ceder. Me quité las cobijas de encima, me puse en pie, y me metí bajo las suyas. La calidez de su cuerpo desnudo me abrasó, no transcurrió ni un minuto completo, cuando Varo ya me había pasado las manos por los muslos, y después por mi estómago para adosarme hacia él. Sentí su anhelo pujante y creciente detrás de mí, mientras me abrazaba desesperado.
Rápido encendió mi pasión, como la mecha que hace estallar la pólvora, y me entregué a las caricias. Su experiencia se volcaba sensual sobre mi cuerpo inexperto, educándolo, enseñándolo en un arte erótico. Una vez inducido, me posicionó para la consumación total, usando sus dedos me preparó para el recibimiento. Lento y seguro, se hundió en mí, generándome leves quejidos de dolor; porque él era mayor que Licho, no sólo en edad, también en tamaño. Conforme el vaivén aumentó su frenesí, lo placentero acabó por prevalecer en la yuxtaposición de los cuerpos, hasta que su simiente desbocó tibia y abundante en mis adentros. Entonces con más caricias auxilió, y apresuró la salida de la mía, ascendiéndome al nirvana en medio de ligeros calambres y convulsiones.
—Te dije que era lo mismo —profirió todavía agitado por el gozo.
Empero no había sido así, debía reconocerle la increíble reacción de mi cuerpo frente al júbilo sexual, como nunca antes lo había hecho. Aunque estaba eclipsado por Varo y sus dotes amatorios, seguí sosteniendo encuentros con Licho de manera regular, luego esporádicamente hasta que los hallé aburridos. Las comparaciones eran inevitables, desde lo anatómico hasta la destreza. Varo representaba una idea más concreta y acertada de lo que sería estar con Neto, y tal bosquejo me emocionaba bastante. Pero Licho no se dio por vencido tan fácil, me rogó durante muchas noches restablecer las relaciones; yo aludía a su ausencia, y él insistía en llevarme consigo y las vacas, a lo cual jamás accedí.
Un día desistió y dejó de hablarme, me marché sin saber más de su vida. Quizás por eso, tras años de evitar las caricias masculinas, decidí evocarlas con él; después de todo, había sido el primero y no lo había honrado por tal galardón.
Aquella noche, Varo y yo no repetimos la lección; pero en las consiguientes sí. Convirtiéndose en mi maestro, y yo en su discípulo, sobre la doctrina erógena. Movimientos, posiciones, resistencia, diferentes perspectivas de la caricia y el beso, métodos diversos de seducción, trucos y maniobras para el onanismo. Hasta que un día, finalmente comprendí las palabras del príncipe de los ingenios; el deseo era efímero, se acababa como el hambre con la comida y la fatiga con el descanso, pero volvía imperioso y acrecentado. No obstante, los besos y las caricias perdieron su novedoso sabor; no eran más que pasión exprés, y el hastío vino, como a los israelitas con el maná tras cuarenta años en el desierto.
No había momento en el que no pensara en Neto, en yacer con él envuelto entre sus brazos. Porque lo amaba y lo deseaba, cuando una nos empalagara, la otra nos liberaría, y cuando ambas agonizaran por el tedio, se renovarían de inmediato, porque estarían cimentadas en un cariño fuerte y activo; al menos de mi parte. Y un día fortuito, acabé con las lecciones; porque no había más que enseñar, ni más que aprender. Me olvidé de lo corporal, y me dediqué a sufrir los estigmas del arquero, pues amor debería ser castigado y obligado a padecer las torturas de los enamorados.
El letargo me hacía alucinar, porque no tardé en percibir mi cuerpo más pesado, como si alguien se me hubiese echado encima. Lo último que imaginé fue supersticiones sobre espectros acosándome; atribuí mi estado al cúmulo recuerdos, y a las distintas emociones vividas, productos de ellos.
Entonces, escuché una respiración acelerada resoplando en mis oídos, un cuerpo frío y macizo que comenzaba a temperarse con mi calor, un aliento envinado. Lo sentía excitado, restregándose contra mí de arriba abajo, acariciándome, incitándome. De inmediato pensé en Varo, la psique es muy poderosa, y quizás lancé un extraño llamado al que urgente acudió, porque también deseaba una remembranza. Me sentía sumo agotado, mas no negado a dársela, así que me dejé llevar. En todo caso, Neto ya me había juzgado y sentenciado por mi infidelidad, el castigo lo seguía cumpliendo; si uno se mantenía vigente, ¿por qué no revivir al otro? Y lo abracé para corresponderle.
La espalda era ancha y sus músculos recios, su pecho sofocaba al mío, y su boca buscaba desesperada fundirse con la mía. Se lo permití, pese al sabor beodo que la impregnaba; no recordaba tales besos, aunque ya los había probado con ese sabor alcoholizado. Anonadado rechacé los siguientes, y al percatarse de ello, me increpó.
—¿No te gusta o qué? Si antes hasta me rogabas pa’que te los diera.
Y al oír aquella voz, abrí los ojos de golpe; rápido me tenté las bolsas para hallarme el celular, y alumbrar la habitación; porque esa voz no pertenecía a Varo.
“¿Quién es este hombre?”
Mientras lo averiguaba luché para que me soltara.
—No te pongas rejego, si desde chiquito te gustaba…
Y me quedé inmóvil frente a semejante declaración.
El sujeto seguía abalanzándose contra mí, queriendo someterme. Di con el teléfono y lo apreté para encenderlo. La débil luz alumbró la habitación, tembloroso indagué la oscuridad para descubrir su identidad. Estuve unos segundos mudo por la conmoción, y con el habla entrecortada, proferí su nombre. Mis pupilas se dilataron, no podía creer que se tratara de Gonzo. Un shock nervioso me hizo presa, no tenía memoria sobre los hechos con él; únicamente vagas imágenes fragmentadas y borrosas, que provenían de una época sin consciencia, cuando prevalecían la ingenuidad y la inocencia. No había memorias concretas que me dieran indicio alguno de lo que me decía tan convincente. No tuve más opción, que interrogarlo y obligar a mi cabeza a rebuscar en los anales del recuerdo.
—Las novias deben atender a sus novios —declaró intentado girarme para poseerme.
Comprendí la presencia de aquellos fugaces recuerdos que no entendía, y la vorágine mental me dio fuerzas para quitármelo de encima; lo hice chocar contra la pared, y entre su turbación, me levanté apresurado y temblando por los inusitados nervios, asediado por unas voces incoherentes, y los leves destellos pretéritos que amenazaban con revelarme más detalles sobre un oscuro secreto. Abandoné el cuarto en medio de un cuadro de asfixia y horror, con la esperanza que en el exterior, podría volver a extraviar aquello que no necesitaba recuperar. Porque ciertas cosas, no son dignas de recordar.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Recuerdo —Paso del Norte— Parte 4 (Final)

Recuerdo —Paso del Norte—